May es una de esas pequeñas rarezas que aparecen de vez en cuando, sin hacer ruido, pero que dejan huella. Se nota que es una producción modesta, con ese aire indie de principios de los 2000, cámara cercana, pocos escenarios y una atmósfera a medio camino entre lo íntimo y lo inquietante. Pero lo que le falta en presupuesto lo compensa con personalidad.
Angela Bettis está increíble. Su interpretación de May, una joven frágil, rara y emocionalmente descolocada, resulta tan incómoda como conmovedora. Tiene ese tipo de inocencia que da miedo, la sensación de que algo se va rompiendo dentro de ella mientras el mundo la ignora o se burla. Es imposible no sentir cierta empatía, incluso cuando la historia se vuelve más oscura.
La película empieza como una historia de soledad y deseo de aceptación, y termina convertida en un cuento macabro sobre la necesidad de crear, de poseer, de ser amado aunque sea por piezas. Lucky McKee dirige con una mirada muy personal, sin miedo a lo grotesco, pero también con ternura. Hay ecos de Carrie, Frankenstein y del cine más retorcido de los 90, pero con un tono propio, entre lo triste y lo perturbador.
La música de The Breeders y ese aire noventero añaden encanto, recordando que el cine de terror puede ser también una forma de poesía sucia. No busca asustar con sobresaltos, sino con sentimientos incómodos: la compasión, el rechazo, la locura.
May no es para todos, pero quien conecte con su rareza difícilmente la olvidará. Es una historia de amor deformada, un retrato de la soledad extrema y una demostración de que el verdadero terror no está en los monstruos, sino en lo que la soledad puede hacerle a una persona.