Desde el primer capítulo, Halo deja claro que su intención no es ser una adaptación fiel al universo que millones conocen por el videojuego. Aquí se nos presenta otro enfoque, más político, más filosófico, y, en cierto modo, más televisivo. Pero en ese giro, algo esencial se pierde: la esencia misma del juego. Esa intensidad, esa inmersión brutal en un conflicto galáctico, aquí queda desdibujada.
Visualmente no hay mucho que reprocharle. El diseño de producción es potente y algunos momentos de acción consiguen brillar. Pero falta alma. Falta guerra. Falta esa sensación de urgencia que hacía vibrar cada partida. Y cuando se sustituye la batalla épica por tramas personales mal resueltas o mensajes políticos que no estaban en el original, el resultado es desigual.
La historia intenta mantener el interés con conflictos internos, traiciones, debates éticos... pero todo parece estar forzado para encajar en una narrativa más propia de una space opera genérica que de Halo. El personaje de Jefe Maestro está bien interpretado, pero nunca llega a convertirse en el ícono que representa en el juego. Y eso pesa.
No ayuda que se tomen decisiones que contradicen elementos clave del lore original, ni que el ritmo se pierda constantemente entre escenas de transición que no aportan gran cosa. Hay episodios en los que apenas pasa nada, y otros en los que se amontona todo sin orden ni concierto.
Para quien no haya jugado nunca, puede parecer una serie decente de ciencia ficción con buenos efectos y una historia curiosa. Para los fans de Halo, es una oportunidad perdida. Y eso duele. Porque cuando tienes un universo tan vasto y rico, lo mínimo que se espera es respeto y coherencia.