Qué locura de serie. Estamos muertos me tuvo pegado al sofá como pocas veces. No hay tregua. Ni un respiro, de verdad. Desde el primer capítulo ya estás ahí, metido en el instituto, entre gritos, sangre… un caos total. Y no baja. Ni a mitad, ni al final. Es puro descontrol. Y me encanta eso.
A veces pensaba: “vale, ahora descansamos un poco”… pues no. Otra estampida, otro susto, otro personaje que cae. Pero lo bueno es que entre tanto caos hay emoción, hay momentos que te tocan. Los chavales no son clichés, te los crees. Gente normal, con miedo, con nervios, intentando hacer lo que pueden. Y eso engancha más que todos los zombis juntos.
El instituto es casi un personaje más. Es agobiante, está lleno de rincones, pasillos, ventanas que dan a la nada. Todo sucio, cerrado, y esa sensación de que fuera no hay salvación. El sonido, la luz, el ritmo… todo está tan bien medido que a veces parece que respiras con ellos.
Los efectos una pasada, el maquillaje igual… y el montaje, buf, ni te cuento. Pero, no sé, eso no es lo que más me toca, la verdad. Tiene… no sé, algo, alma o como quieras llamarlo. No va solo de sangre ni de sustos; es más lo que pasa dentro, cuando la gente se rompe y no sabe qué hacer.
Y al final, no dije nada. Me quedé mirando la pantalla un rato, quieto, como si aún siguiera dentro. Me dejó exhausto, pero con una sonrisa rara. Esa mezcla de “qué barbaridad acabo de ver” y “quiero más ya”. De lo mejor que he visto en años. No hay más.