Fin del tocho
Lejos de la destreza narrativa de El curioso caso de Benjamin Button (2008), la estética de MINDHUNTER es bastante digerible y funcional (en especial pensando que Fincher está detrás de las cámaras), adoptando una mirada invisible alejada de aspavientos artísticos a modo de maraca de nueces. Vaya, que se parece más a la puesta de escena directa y sencilla (pero perfecta para el contexto en que se usa) de The Americans (2013) que no a los alardes hedonistas de House Of Cards (2013) (trabajo pretérito de Fincher, por cierto) o Narcos. Y hay algo en esa indefinición estética que se traslada de igual forma al concepto global de la serie: MINDHUNTER busca en el quedarse a medio camino su propia razón de ser. Tirando de metáfora se podría decir bucea en sus intersticios –zonas donde la acción se detiene- lo suficiente para no ahogarse y sabe cuándo acelerarse para ganar el interés gran público. Pero aun así sigue en zona de nadie: en ese punto en el que trataron de encontrarse The Killing (2011) y The Fall (2013), sin lograrlo. Mal síntoma es que uno piense que casi sería mejor ver un documental con las entrevistas a los serial killers. Buen síntoma es que, cuando se acaba la serie, uno se quede con ganas de más. Habrá que esperar a la segunda temporada (anunciada para 2018) para ver qué nos dará de sí el asunto. Porque hoy por hoy no lo tenemos nada claro.