El silencio es un recurso sumamente utilizado tanto para explorar territorios emocionalmente inaccesibles como para, en no pocas ocasiones, ocultar carencias bajo una pátina de supuesta profundidad. La película de Julia Loktev, protagonizada en su aspecto más meritorio por el siempre solvente Gael García Bernal, se debate entre los dos polos antes citados, por un lado al tratar deliberadamente de construir una historia sin retales ni escurrajas, despojada de todo artificio, buscando en todo momento un acendramiento expresivo a través de su austera sobriedad, también una cierta serenidad otorgada por un silencio que aspira a ser atronador al quedar enmarcado en una especie de paisaje lunar, un lienzo topográfico sirviendo a la vez de marco y proyección para las emociones soterradas que aflorarían inexorables con la cadencia del secreto susurrado; y, por otro, utilizando precisamente esa misma geografía emocional para esconder las limitaciones narrativas de una propuesta cuyo fundamento orgánico -manifestado en ciertos momentos de intimidad y que no conviene revelar al espectador para mantener así todo su inicial interés- acaba transformado en mera anécdota, como un mohín desvaído, difuminado tras la neblina de una cierta y pretenciosa vacuidad adornada con los oportunos y codificados toques dramáticos. Por eso la película no acabará de convencer al que haya depositado suculentas expectativas respecto a lo singular o heteróclito que augura, y sí en cambio a quienes llevados de una sana curiosidad sin excesivas pretensiones, y en ausencia de cualquier modalidad de impaciencia, se dediquen a disfrutar de un paseo errático por enclaves desolados y solitarios convertidos al cabo en la orografía de una metáfora sin fuste.