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    Jersey Boys
    Críticas
    3,5
    Buena
    Jersey Boys

    La compleja sencillez del musical

    por Carlos Reviriego

    Aunque en Piano Blues (2003), la pieza que realizó para la serie Blues de Martin Scorsese en la que se sentaba al piano junto a Ray Charles, Clint Eastwood ofreciera su variante documental del musical, no era sino cuestión de tiempo que el autor del oscurísimo biopic de Charlie Parker (Bird, 1988) regresara a un género que en todo caso siempre ha perfilado desde el camuflaje y la hibridación. En este caso se trata de una adaptación de un gran éxito de Broadway (más de 17 millones de espectadores) que narra entra la nostalgia, la admiración y la hagiografía la historia de Frank Valli y The Four Seasons, desde la formación del grupo de Nueva Jersey en los años cincuenta hasta su ingreso en el Rock & Roll Hall of Fame a principios del siglo XXI. Como fondo dramático del musical, Valli y sus compañeros mantienen sombrías relaciones con la mafia local, encarnada en la figura de Christopher Walken y en una larga y clave escena central, con la que los “chicos de Jersey”, especialmente Tommy DeVito (gran Vincent Piazza) mantuvieron una estrecha relación. No en vano, Frank Sinatra era su Dios.

    La historia de Frankie Valli es ciertamente memorable. Cantante singular con la voz de falsete que le hizo famoso en temas como Sherry o Big Girl’s Don’t Cry, y que luego abandonó en su carrera en solitario, en la que entregó títulos tan clásicos como Can’t Take My Eys Off You o el tema principal de Grease (capítulo que, quizá por razones de derechos, no aparece en la película), pero también un personaje bigger than life tan caro para la filmografía eastwoodiana y el cine norteamericano de tradición clásica, de la que hoy Eastwood parecer ser el único que la mantiene viva. De hecho, el guion de Jersey Boys, escrito por Marshall Brickman y Rick Elice a partir del musical escénico auspiciado por el propio Valli, hunde sus raíces en la tradición escénica de Broadway, pero al contar la historia desde el punto de vista de los cuatro miembros del grupo –que una y otra vez rompen la cuarta pared para dirigirse directamente al público– incorpora elementos que poco a poco hacen despegar la película de su clasicismo inicial para introducir algunos desafíos narrativos y formales que aparecen por primera vez en la filmografía del autor de Sin perdón.

    En su primera parte, Jersey Boys narra de forma lineal la formación y meteórico ascenso del grupo a los primeros puestos de ventas, adoptando un registro prácticamente de comedia, donde un personaje es el jovencísimo y futuro actor Joe Pesci (por entonces un buscavidas en el panorama artístico de Nueva Jersey), pero el filme se transforma cuando el grupo llega a la cima de su popularidad en el Ed Sullivan Show. Es ahí donde la narrativa se quiebra, se retuerce y da saltos hacia atrás y adelante en el tiempo para dar paso a una segunda parte tomada por el drama y la oscuridad, las salvajes elipsis y las tragedias personales. El ritmo del filme en su recorrido por las décadas del artista es casi scorsesiano, pero prescindiendo de fuegos artificiales en la sala de edición, y apenas da tregua al espectador. Eastwood, una vez más, encuentra el equilibrio entre el fondo y las formas de lo que narra.

    La gran y fértil contradicción de la película es que ésta parece llevada por la aspiración de “reinventar” el género pero sin abandonar su clasicismo. En cierto modo, se empeña en ocultar el artificio pero haciéndolo evidente al mismo tiempo. La secuencia de créditos finales es en verdad la única que remite directamente tanto a su origen como al periodo final del musical clásico filmado en estudios, como si Eastwood homenajeara directamente a West Side Story. De nuevo, el autor de Gran Torino conquista la compleja sencillez que caracteriza tantos de sus trabajos. Detectamos la búsqueda sin aspavientos, el flujo orgánico en el que el director desaparece entre las imágenes si bien nunca deja de estar presente –lo que siempre se dijo de Hawks y Ford–, la extraña convivencia entre escenas sin elaboración, descuidadas, como bosquejos (especialmente los capítulos dramáticos de Valli con su familia), y secuencias que valen el precio de varias películas. Pensamos por ejemplo en el momento en que el grupo da la bienvenida al compositor Bob Gaudio en una jam de la primera interpretación de Cry For Me. Eastwood filma ahí el latido genuino de la música, su magia, y la traslada a la pantalla con la misma sabiduría musical que estiló en los minutos finales de la obra maestra Honkytonk Man (1982).

    La estrategia narrativa de contar la historia en un falso pretérito perfecto entronca con la eterna pulsión eastwoodiana de destilar el mito de la realidad. Y es que una vez más Eastwood demuestra que sabe qué proyectos escoger, aunque nunca los escriba, para adoptarlos a su poética personal y llevarlos a su terreno de amplios contrastes, donde luz y oscuridad (comedia y drama) tienden a extremarse. A la postre, más allá del clásico biopic de un artista (y un grupo) de éxito, el filme nos habla de las erosiones y lealtades rotas de la amistad, del determinismo del entorno en el que uno nace y se cría y de la batalla de un hombre y un artista por mantener su integridad personal. La historia, en definitiva, de un outsider, un tipo que quiso ser Frank Sinatra cuando lo que se llevaba era ser Bob Dylan.Por enésima vez en su filmografía, Eastwood vuelca gran parte del sentido emocional del relato en una historia paternofilial, la de Valli con su hija mayor, uno de los aspectos menos comentados de la obra de Eastwood que sin embargo adquiere mayor y mayor peso con cada película. ¿De dónde procede esa insistencia en la redención paternal que busca Eastwood denodadamente en su obra? Alguien debería estudiarlo.

    Lo mejor: Eastwood dándole la razón a Godard: “El musical es en cierta forma la idealización del cine”.

    Lo peor: Que a pesar de sus conquistas, no deje de ser una “obra menor” en la filmografía del cineasta norteamericano.

     

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