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    Los Ilusos
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Los Ilusos

    Un jardín francés

    por Gonzalo de Pedro

    Después de muchos años dándole vueltas al sexo, el cine parece haber encontrado por fin el verdadero motor de las pasiones, las historias y, en última instancia, las películas: el dinero. No hay más que mirar la cartelera de los últimos años: de 'El silencio de Lorna' (2007), de los hermanos Dardenne a 'Cosmopolis' (2012), de David Cronemberg, pasando por 'El caballero oscuro' (2008), de Christopher Nolan, el dinero, y todo lo que esconde, se ha convertido en el motor último de mucho cine reciente. Han pasado muchos años desde que Bresson rodara su última y visionaria película, titulada precisamente así, 'El dinero', que arranca con el paso de un billete falso de una mano a otra, y ha tenido que llegar este cambio de modelo económico y político que algunos siguen disfrazando de crisis para que el cine cayera en la cuenta, con Marx, de que la economía, los billetes, el trabajo, el dinero, están en el fondo de cualquier cuestión. También en el centro de películas como la segunda de Jonás Trueba, 'Los ilusos', que tiene, casi en el centro justo de su metraje, una secuencia en la que dos amigos discuten por pagar unas cervezas en un bar. Que esa secuencia esté en el centro de la película puede ser casual, pero no que esa sea la única referencia al dinero que se hace en toda una película rodada mientras el mundo, el país, y la ciudad en la que transcurre se desmoronaban con estrépito. ¿Hay algún eco de esa caída en la película? Sorprendentemente, no. Apenas un indigente que malvive en un túnel, apenas algunas calles vacías (y vacías también de esas manifestaciones que han tomado el espacio público, en un gesto inédito de rebeldía ciudadana). Y digo sorprendentemente porque casi asusta que una película que se presenta a sí misma como el relato, más o menos documental, de unos días, de unas vidas, de un estado de entretiempo, de unos meses de cambio salvaje, no haga el más mínimo ademán por recoger los ecos de ese desmoronamiento estrepitoso. Y quizás esto sea una obsesión específica de este crítico en particular, pero esta película, rodada sin dinero, en los tiempos muertos del equipo de rodaje, y con un puñado de latas de 16mm caducadas, gesto de inevitable nostalgia reflexiva, me ha hecho más patente que nunca la clamorosa ausencia de la política (que no es lo mismo que el combate diario de los partidos) en un cine español que es, cuanto más nos alejamos de la santa Transición, más acomodado y complaciente en su ensimismamiento. Lo que hoy llaman, con acierto, Cultura de la Transición: esa capacidad de la cultura española para esquivar los elementos realmente importantes del debate. O para esquivar el debate.

    Pausa: no negaré las virtudes de la película. Bien al contrario, y como pocos, Jonás Trueba ha conseguido construir un relato sin relato, una comedia sin comedia, una historia de amor sin amor, una película sin película, en la línea de lo que avanzara su amigo Javier Rebollo con 'El muerto y ser feliz', con una ligereza sorprendente, absorbiendo las influencias y citas cinéfilas para crear una película que parece autodestruirse, voluntaria y alegremente, conforme avanza. Quizás la mayor virtud de 'Los ilusos' sea su capacidad para esquivar la melancolía, o más precisamente, la nostalgia, que ella misma convoca, arrojándola a la hoguera con la alegría y la despreocupación con la que un niño destroza los objetos más preciados de sus padres, obligándoles a empezar de nuevo, arrasando con las representaciones físicas de su memoria. Y no negaré nunca esas virtudes, bienvenidas sean, pero tampoco puedo ocultar cómo la película me ha obligado a replantearme dudas al respecto del papel de la política (y por tanto de la economía) en un cine español que a lo sumo se debate entre un realismo social inocuo y unas pretensiones artísticas despegadas de lo real. Y digo dudas, que no certezas.

    Fin de la pausa. El cine puede ser visto como un campo de batalla, un espacio de trabajo donde preguntarse por las cuestiones de la vida en común. O puede ser visto, al contrario, como un jardín francés en el que pasear meditando al atardecer. Los protagonistas de 'Los ilusos' entienden el arte, y su vida, como ese jardín francés al que no llegan los ecos de la revolución y las guillotinas, y no hay nada que objetar. Son un grupo de diletantes preocupados exclusivamente por su próxima película, su próxima chica, su último polvo. Mi problema (e insisto, es mío) es que la película parece adoptar esa misma posición diletante, y del retrato pasa por momentos a la empatía con lo que filma. Es un gesto de honestidad que le honra, pero que también la convierte, siempre a ojos de quien esto escribe, en un gesto de belleza en el vacío, una especie de Maria Antonieta posmoderna preocupada por sí misma, y sus sentimientos,

    mientras los fuegos se acercan al palacio. Y si la película es efectivamente ese apacible jardín francés, ¿quién paga al jardinero? ¿Y cuánto cobra, y en qué condiciones trabaja? Daniel Castro, un guionista, humorista y cineasta casi secreto, ha rodado, y estrenará próximamente, una película muy cercana a la de Jonás Trueba, en preocupaciones, tema y título: se llama 'Ilusión', y relata también las peripecias de un guionista por vender y dirigir su primera película. Como en la de Trueba, también hay cafeterías madrileñas, pero mientras los personajes de 'Los ilusos' son usuarios, clientes con todo el tiempo por delante, de esos que se sientan en la mesa de la ventana a tomar apuntes en sus libretas de cuero, el protagonista de 'Ilusión' es el camarero preocupado porque con ese sueldo no llegará a fin de mes, preocupado porque el trabajo, que debía ser una manera de hacer más fácil la vida, ha terminado por hacerla invivible, imposible, inhumana. ¿Dónde están los billetes en 'Los ilusos', de dónde sale el dinero, de qué viven los personajes de esa película? Hay quien habla de Philippe Garrel como referencia para esta película abiertamente afrancesada y cinéfila (como lo era ya la anterior), pero el director francés, con sus escenas de cama, sus rostros, sus historias de amor, ha sido capaz de retratar el devenir político de una generación perdida entre las barricadas. Y quien esto escribe, no fue capaz de encontrar nada de eso en 'Los ilusos'. Como decía Belén Gopegui hablando de todas esas novelas que pasan por alto las cuestiones políticas, como si no fueran una parte más de nuestra vida en común, "no son malas, pero sí incompletas". La pregunta, que Gopegui se hacía en su brillante ensayo 'Un pistoletazo en medio de un concierto', renace con la película de Trueba: ¿por qué podemos hablar de todo aquello que nos preocupa, pero no podemos hablar de política en las películas? 'Los ilusos' quizás sea una de las películas más estimulantes que se han rodado en los últimos tiempos en España, pero uno no puede evitar la sensación de que es, y será siempre, una película incompleta, con un gran vacío en su interior. Una película que pone en cuestión las formas del cine, que se pregunta en voz alta sobre esa empresa común, ese espacio compartido, ese trabajo colectivo, que es hacer una película, pero que esquiva todo lo que atañe a la construcción de nuestra vida en común. Especialmente en estos días de entretiempo, ¿se puede poner en cuestión la forma de contar historias sin poner en cuestión lo que esas historias cuentan? ¿Qué sentido tienen las reflexiones formales si no van unidas a un debate sobre el fondo? ¿Se puede hablar de una empresa colectiva sin referirse, y sin preguntarse, por los modos y las condiciones en que seas personas se relacionan entre sí? Quizás el iluso soy yo.

    A favor: la aparente ligereza con la que desmonta su propia narración, sus propios modelos, sus propias ambiciones.

    En contra: la ausencia de toda la cuestión política en una película que es también un retrato de unos días convulsos.

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