En el siglo XXI tiene muy poco sentido vendernos de nuevo la moto de que en la Guerra Fría los buenos eran los americanos y los malos, malísimos, los rusos. Los cineastas del momento tenían razones propagandísticas justificables (o no) para generar grandes películas de espionaje que sirvieran para enaltecer el ego patrio y el proselitismo de su Democracia (la suya, con mayúsculas, claro). Pero el binomio Spielberg-Hanks lamentablemente vuelve a fracasar y a defraudar aquí con una historia muy bien escrita por los hermanos Coen, por supuesto, llevada a la gran pantalla con la solvencia y el talento de un gran director, sin duda, pero con la poca madurez psicológica que casi siempre imprime este realizador a sus obras que, aprovechando que es una institución en su país, se permite licencias lacrimógenas innecesarias con planos superfluos e interminables (especialmente en los finales). Y cuando la mediocridad interpretativa de Hanks está en medio de todo se consigue que, lo que podría ser la obra maestra del año, se convierta en una peli más de domingo por la tarde, esas que al final nos escriben blanco sobre negro lo felizmente americanos que son los personajes que han formado parte de la trama. Y si resulta que alguno ha muerto, no pasa nada, fue en un accidente, pero sirvió a su patria con gran orgullo y satisfacción (¿de qué me suena eso?). Spielberg siempre será un niño.