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    Ana y el apocalipsis
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Ana y el apocalipsis

    Noche de paz, noche de zombis

    por Marcos Gandía

    La respuesta escocesa a la inglesa Zombies Party no podía moverse, por genes y por ingesta de alcohol, en ese territorio de la comedia costumbrista afilada cual un elepé levantándole la tapa de los sesos a un recalcitrante muerto viviente. Lo que en el imaginario inteligentemente malvado de Edgar Wright y compinches era una vuelta de tuerca al género terrorífico desde el humor genuinamente Peter Sellers y Spike Milligan, en el scotch (on the bloody rocks) universo de Ana y el Apocalipsis deviene una etílica gamberrada. Más cerca estilísticamente de la escatológica salvajada metarreferencial en un modo cajón de arena gatuno de los artífices de South Park, esta canción de Navidad petarda salpicada de vísceras no busca una identificación cultural y cinéfila con los personajes (que es lo que hace Wright y su trilogía Cornetto), sino la absoluta fragmentación de la narración. Lo que podría interpretarse como algo

    que jugara a la contra, en realidad se constituye como el gran acierto del film. Narrada cual un grupo de borrachos haría alrededor de la barra de un pub recordando sketches de algún programa especial televisivo epifánico trash, la peripecia de una voluntariosa Ana (quien se diría la prima cabronzuela de la Buffy del episodio musical de Buffy, cazavampiros) se articula pervirtiendo las reglas básicas del género (el musical). Las canciones no están para hacer avanzar la historia, ni para que los personajes se abran a nosotros los espectadores en una especie de aparte teatral. Aparte de que lo único que se abre en Ana y el Apocalipsis son abdómenes, cráneos y gargantas (y no precisamente para cantar), su corpus (mutilado) canoro actúa como un subtexto que dinamita lo que sería una parodia del ya exprimido subgénero de los muertos vivientes, y transforma la propuesta en una revista de music-hall totalmente desvergonzada. Reconoce el novel director de la película su deuda tanto con ese tesoro nacional escocés guilty pleasure que es Amanece en Edimburgo como con el desquiciado magín multirreferencial y anárquico del Takashi Miike de la inclasificable y cantarina La felicidad de los Katakuri. Hay mucho aquí de esa libertad absoluta, de ese jugar con el musical y con el terror de análoga forma a la que Parker & Stone lo hacían en Cannibal: The Musical, o como Peter Jackson quiso cerrar de una vez (hace más de un cuarto de siglo) el género con la churrigueresca Brain Dead: Tu madre se ha comido a mi perro. 

    Zombis, canciones y coreografías de un nivel gayer y ridículamente gracioso apabullante. Un menú para estas fiestas que termina resultando el empacho de ponche de un Ebenezer Scrooge teenager y femenino con ganas de acabar de una vez con todas las Navidades de golpe. De golpe de hacha, se entiende. 

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