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    La camarista
    Críticas
    3,5
    Buena
    La camarista

    El ritual de la fuerza productiva invisible

    por Paula Arantzazu Ruiz

    Limpiar la mejor suite de un hotel no es el trabajo al que todos aspiramos, pero sí es el puesto laboral con el que sueña Eve, la joven camarera de piso de La camarista, ópera prima de la mexicana Lila Avilés. Con la obra L’Hotel (1981) de Sophie Calle como inspiración y punto de partida, obra que relata varias historias enmarcadas en un hotel de Venecia a partir de los objetos y otros rastros que cada uno de los huéspedes deja en su habitación, la protagonista de La camarista, sin embargo, tiene más que ver con la Jeanne Dielman de Chantal Akerman (Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles) que con una heroína de los círculos del mercado del arte. Porque si en la segunda y seminal película de la realizadora belga somos espectadores de los tiempos muertos de una ama de casa en su día a día –observando esos gestos invisibles y reiterativos del trabajo doméstico–, La camarista sigue esa estrategia pero enseñándonos el procedimiento de la fuerza productiva y las condiciones laborales de las camareras de hotel, invisibles para huéspedes y para todo aquel ajeno a ese microcosmos.

    Es por ello que todos los planos de La camarista se construyen a la medida de su protagonista, Gabriela Cartol, cuya constitución menuda va a la perfección con esa decisión de puesta en escena, y en la mayoría de los planos en los que Eve comparte espacio con huéspedes, vemos a estos como cuerpos partidos, cuerpos ajenos a la mirada de la joven y a la realidad que se nos está contando. La camarista, no obstante, no es un ejercicio tan riguroso como el propuesto en 1975 por Akerman, sino la historia de una joven en un proceso de autodescubrimiento que pasa, inexorablemente, por ese durísimo ámbito laboral, en el que están marcadas de manera categórica (y violenta, en su pasividad) las diferencias de clase, género y grupo étnico. Hay escenas al respecto muy bien construidas en la película, desde el encuentro de Eve con Romina (Agustina Quinci), una mujer burguesa que acaba de ser madre y que le pide que vigile al bebé para poder asearse, o, ya de manera anecdótica, el encuentro de la camarista con un cliente judío ortodoxo, quien le pide que llame al ascensor ya que él no puede tocar el botón de llamada por ser Sabbat.

    Lila Avilés bordea el peligro en La camarista de acabar siendo cruel con su protagonista, pero el desenlace, nada complaciente por otra parte, deja entrever un atisbo de emancipación en cierta consonancia con ese proceso de autodescubrimiento en sordina que se narra en la película; un proceso que pasa de explorar la sexualidad a mostrar destellos de furia tras la frustración. Sea como fuere, un solvente retrato de esa fuerza productiva invisible responsable de ver cumplidos los deseos del capital. 

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