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    An Elephant Sitting Still
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    An Elephant Sitting Still

    El sitio de mi recreo

    por Carlos Losilla

    A veces olvidamos que la materia principal del cine es el tiempo. Y un tiempo que, en las grandes películas, se convierte en el centro de todo. Pues quizá no haya temas, quizá ningún cineasta tenga nada que decir y todo lo diga la manera en que intenta decirlo. Por ejemplo, la última de Almodóvar, Dolor y gloria, no es un autorretrato ni una autoficción, no nos dice nada acerca del director que hay detrás, no nos desvela su pasado, ni siquiera nos habla de ese Salvador Mallo que en teoría es su alter ego. Todo lo que tiene que transmitir es de qué modo se hace cine, de qué manera se transmutan algunas ideas que dejan de serlo en cuanto se convierten en imágenes. Ni temas, ni ideas, ni discursos, ni mucho menos “mensajes”. Solo esa pasión inexplicable que lleva, a algunos, a filmar, y, a otros, a escribir sobre lo que filman los primeros. Y luego hay películas privilegiadas, retazos de cine fascinantes no tanto por lo que representan como por lo que intentan. An Elephant Sitting Still es una de ellas, una película sobre el paso del tiempo que no tiene nada que ver ni con el pasado ni con el presente. Solo con esa materia pegajosa a la que acostumbramos –vanamente-- a dividir en horas, minutos, segundos y así sucesivamente. Sobre el paso del tiempo tal como lo vivimos y experimentamos

    Por eso no importa tanto que esta película dure cuatro horas como que ese tiempo se emplee en muy poca cosa, apenas nada: un adolescente desorientado, un pequeño delincuente en crisis, un anciano a punto de dar con sus huesos en una residencia geriátrica, un incidente insignificante que provoca un apocalipsis en miniatura en las vidas de todos ellos. Basta eso para que el tiempo de la película se ponga en marcha y ya no pueda detenerse, ya no podamos detenerlo, ya no podamos —tampoco— dejar de mirar la pantalla, fascinados. Y no porque nos “interese” lo que ocurre en ella, no porque nos encontremos en una pequeña ciudad de la China contemporánea y se nos muestren otras formas de vida, se nos explique otra cultura. Eso no importa en absoluto, pues las películas no deberían servir para hablarnos de otros países, de cómo se vive allí o de su historia y del momento que atraviesan. Si An Elephant Sitting Still es una película sobre la China de hoy es porque desprende un sentimiento, una emoción, que nos hace ver algo con lo que podemos identificarnos desde nuestras vidas, sin necesidad de conocer China ni de ser expertos en la cultura o el cine chinos. El cine no es turismo, ni sociología, ni historia de las civilizaciones. De los protagonistas de esta película nos interesa su deambular y no otra cosa, nos fascina la manera en que caminan y se encuentran, se pierden y vuelven a hallarse a lo largo de un día, en unas calles y unas casas más bien desabridas e inhóspitas. Pues a partir de eso entendemos su desamparo, su desarraigo, y a partir de eso empezamos a hacernos una idea de cómo es la China contemporánea y de cómo se vive allí. An Elephant Sitting Still no habla de la manera que ha encontrado el capitalismo para infiltrarse en China, pues eso se trasluce a partir de sus imágenes grises y opacas, a través de su ritmo sonámbulo, de su manera de filmar los rostros por medio de primeros planos angustiosos, que filman a los personajes como a animales acorralados.

    Podríamos decir: no es extraño que Hu Bo, el director novel que estuvo detrás de todo esto, se suicidara en cuanto terminó el montaje, al punto de ya no poder estar presente en el festival de Berlín cuando la película ganó allá el premio de la crítica. Podemos pensar que la visión de la vida que transmite An Elephant Sitting Still es la de alguien que no es capaz de ir más allá, que ya ha vivido y filmado todo lo que le interesa. Y sin embargo no es así. Más bien debería decirse que el suicidio forma parte de la película misma, que el acto final de Hu Bo, ese acto de quitarse la vida, podría estar incluido en las imágenes: se trataba de filmar, montar y acabar con todo, de una sola tacada, como si esos fueran los pasos que deben seguirse para hacer una película. ¿De dónde procede, entonces, esa alegría que parece inundar cada plano? ¿Por qué cada grito, cada insulto, cada golpe que aparecen en pantalla –y que parecen caer sobre nosotros como un martillazo— nos procuran un gozo indecible? ¿Por qué ese infierno en el que viven los personajes, ese deambular inútil en el que malgastan su tiempo –de nuevo el tiempo--, se transforma de repente en el lugar de nuestro disfrute y hacen que ver An Elephant Sitting Still sea una de las situaciones más placenteras en las que se puede encontrar un espectador cinematográfico actual? Pues quizá porque es también algo que va más allá del cine tal como se entiende ahora mismo desde algunas perspectivas, no se trata de una “experiencia” –dichosa palabra— en la que podamos sumergirnos, sino de algo que nos rechaza: unas imágenes que no nos acogen con amabilidad, sino que nos lanzan de modo inclemente a la arena del pensamiento, del pensar sin límites, eso que tanto tememos últimamente. A medida que los protagonistas se mueven por la ciudad, nos arrastran con ellos en desventuras inciertas que mezclan el melodrama con el cine negro, la Nouvelle Vague con Nicholas Ray –¡cómo recuerdan a los personajes a la intemperie de Ray!--, Gus Van Sant con Jia Zhang-ke, el tiempo por el que se deslizan se hace también nuestro tiempo para convivir con las imágenes de manera incómoda y conflictiva, sí, pero por eso mismo también reconfortante. Pues por fin alguien nos acepta en su película no de manera condescendiente y como si nos estuviera haciendo un favor, sino con respeto y consideración.

    Pueden encontrársele muchos defectos a la película de Hu Bo. Puede decirse que su duración le exige pasar por algunos baches de ritmo, por algunos momentos de vacío e inestabilidad. Pero a la vez, ¿cómo decir eso de unas imágenes que hacen del vacío y la inestabilidad su propia razón de ser? Quizá los críticos debamos abandonar ya ese lenguaje de la valoración basada en modelos rígidos y aceptar que el cine –y no solo el contemporáneo— es por naturaleza irregular y desigual, para él son tan importantes los agujeros y las ausencias como los momentos de plenitud. En An Elephant Sitting Still, esos primeros planos en movimiento que constituyen la esencia misma de la película siempre tienen lugar sobre fondos borrosos, a menudo desenfocados, como si el contexto en el que se agitan los protagonistas fuera una especie de universo flotante que los mantuviera con vida el tiempo justo que dura la película, como si se tratara del líquido amniótico del que surgen y del humus al que regresarán cuando termine la proyección. He ahí a un cineasta –y no todos los directores de cine son merecedores de esta denominación— que filma pensando en eso: de dónde emergen las imágenes, adónde van a parar cuando todo acaba. Y luego está, claro, el último plano, que es ya definitivamente otra cosa, allá donde todo ese frenesí se transmuta en una serenidad inquietante, pero también esperanzada y esperanzadora.

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