Críticas
3,0
Entretenida
Van Gogh, a las puertas de la eternidad

La humana fragilidad del genio

por Paula Arantzazu Ruiz

Como casi todos los no pocos cineastas previos, en Van Gogh, a las puertas de la eternidad Julian Schnabel nos habla del Vincent Van Gogh de sus últimos años, el de Arles y Los girasoles, el de la habitación amarilla y Paul Gauguin, el de los delirios y la oreja cortada. Sea porque el sur de Francia es especialmente fotogénico, sea porque la hiperactividad creativa y rayana con la enfermedad mental es un componente dramático de mucha potencia, el caso es que todos los Van Gogh del cine nos han hablado de ese período febril del artista en su retiro en la Provenza francesa –el Van Gogh de Minnelli o el pintado al óleo de Loving Vincent– o en su crespúsculo en Auvers-sur-Oise, como el biopic firmado por Maurice Pialat.

Así pues, Schnabel también utiliza ese material biográfico aunque desde una posición inédita hasta el momento, ya que el cineasta también es pintor y, de alguna manera, parece otorgarse más legitimidad a la hora de hablar de la creatividad pictórica de Van Gogh así cómo de sus pensamientos y su lugar en la teoría del arte. Porque en Van Gogh, a las puertas de la eternidad el protagonista (Willem Dafoe) debate en no pocas escenas con Paul Gauguin (Oscar Isaac) sobre sus dinámicas y sobre cómo entiende la pintura, mientras le vemos pintar y tratar de culminar un cuadro lo más rápido posible. Otras novedades de Van Gogh, a las puertas de la eternidad con respecto a sus predecesoras son de carácter histórico, pues Schnabel se hace eco, primero, del descubrimiento en 2016 de un cuaderno con 65 dibujos desconocidos –y que es objeto de polémica entre los expertos en la obra del artista–, y, segundo, de la tesis que afirma que Van Gogh no se suicidó, sino que fue víctima de un fuego cruzado. No son aportaciones baladíes, porque a Schnabel le sirven para presentarnos a un Van Gogh mucho más espiritual y bondadoso del que hemos visto hasta ahora, y un perfil que la interpretación de Dafoe sublima hasta provocar en el/la espectador/a un sentimiento especialmente profundo. Su mirada de emoción infantil, su rostro quebrado, su ternura y su desconcierto…, Dafoe borda el abanico gestual que imaginamos sobre el pintor y consigue transmitir la vulnerabilidad de un hombre que se siente constantemente rechazado, como ya se apunta en el arranque del filme.

Más allá de esta idea de fragilidad que tan bien encarna un Dafoe de, además, increíble parecido físico, la manera en que Schnabel, apoyado por Jean-Claude Carrière en las tareas de guion, expone el resquebrajamiento psicológico de su protagonista no consigue elevar su propuesta. Planos subjetivos, largas secuencias, ecos y cacofonías sónicas y un relato con ciertos saltos temporales son algunos de los recursos del cineasta para plasmar la tensión psíquica de Van Gogh, inconvincentes en lo que a una esperaría de un artista a la hora de hablar de otro que presumiblemente admira.