De todo el vestuario del espectáculo de baile Razzle Dazzle, hay una prenda que es la favorita de Shelley: unas alas de una tela muy especial. Es su traje favorito porque es el más antiguo del 'show'. Igual que ella, la veterana del grupo. Shelley lleva tres décadas untándose la piel en purpurina, poniéndose un sujetador de piedras brillantes y cubriéndose con plumas. Ahora, a sus 52 años, ha recibido la peor noticia: el 'show' cierra.
The Last Showgirl, la nueva película de Gia Coppola, es un relato desolador con una gran actuación de Pamela Anderson. El esperado regreso de la actriz conversa con el paso del tiempo, con llegar a los 50 siendo una mujer que trabaja con su cuerpo y juega con la imagen que, como espectadores, proyectamos sobre ella. Algo parecido a lo que ha ocurrido también con Demi Moore en La sustancia. Ambos proyectos hablan del ocaso de las diosas y en ninguno hay un atisbo de esperanza para sus protagonistas.
Shelley se enfrenta a un reto: a su edad, los espectáculos de baile han cambiado y ella ya no es ni joven ni sexi. Su amiga, a quien interpreta Jamie Lee Curtis, ya ha pasado por ello y su vida no ha ido a mejor. Suele estar sin blanca y tiene que dormir en su coche. Más oportunidades tienen las bailarinas jóvenes, a las que dan vida Kiernan Shipka y Brenda Song, pero su futuro tampoco pinta fácil. La vida laboral de Shelley es un fracaso, pero la personal no es mejor: tiene una relación distante con su hija, quien le echa en cara haberla dejado de lado.
Lo más destacable de The Last Showgirl son sus interpretaciones, desde Anderson hasta Dave Bautista. Más allá de eso, la película de Coppola es repetitiva y endeble. No hay esperanza para Shelley y, aunque intenta sobrevivir en la decadencia y en un mundo que la ha vuelto invisible y convertido en una antigualla, tampoco hay redención.
"Eres una leyenda", dice el encargado del teatro (Bautista) a la protagonista después de saberse que el espectáculo cierra. Y esa frase, que debería sonar a aplausos y vítores, sabe tan amarga que duele.
'Querer': Desbloqueo de nivel
Entender lo lejano y lo complejo. El cine y las series tienen muchas virtudes, pero una de las mejores es acercar, simplificar y ayudar a comprender lo que nunca hemos experimentado. La violencia doméstica, que es el tema que nos toca, ha proliferado. Se habla de ello y se denuncia más, pero a nivel narrativo cada vez se hace más difícil encontrar la idea nueva. Con esto último rompe Querer, la serie de Alauda Ruiz de Azúa -Goya a Mejor dirección novel por Cinco lobitos- protagonizada por una Nagore Aranburu que da una clase magistral de interpretación en cada capítulo.
A lo largo de cuatro episodios se cuenta la historia de Miren, una mujer que denuncia a su marido, a quien interpreta Pedro Casablanc, por violación continuada. Llevan 30 años de matrimonio y tienen dos hijos en común, quienes se ven obligados a elegir entre su madre y su padre. La vida de toda la familia cambia radicalmente mientras Miren espera el juicio contra su exmarido.
Querer es un gran estudio de la reacción de la sociedad ante la denuncia de una mujer por maltrato. Ruiz de Azúa, Eduard Solà y Júlia de Paz condensan en el guion de la ficción, a través de los hijos de Miren, interpretados por Miguel Bernardeau e Iván Pellicer, las respuestas que provoca una noticia como esta: el hijo mayor no cree a su madre y el menor sí. El primero, casado y con un hijo, no puede comprender que una mujer, tras tres décadas de matrimonio, denuncie a su marido por violación, poniendo sobre la mesa la complejidad de un asunto como este. El personaje de Bernardeau es interesante, no solo por cómo reacciona ante la denuncia, también porque parece ser un hombre que lucha contra la idea de que su mundo, tal y como lo conocía y las reglas que tenía interiorizadas, se derrumba. ¿Cómo es posible que su madre denuncie a su padre si él, viviendo en la misma casa de niño, no ha visto ni oído nada?
Ruiz de Azúa no lo pone fácil. La cineasta no da nada masticado e incomoda. No hay uso del 'flashback' para apaciguar y todo el relato se ancla en el presente. La directora obliga a ser un espectador muy presente y activo mientras eres testigo de la historia de Miren porque Querer va más allá de la violencia más conocida y pone el acento en aquello que hemos normalizado o pasado por alto. También es violencia acelerar el coche con tu pareja dentro porque has tenido una discusión y quieres asustarla. Lo es quitarle la independencia económica y convertirte en su única fuente de ingresos. Y, por supuesto, es violencia que una mujer tenga relaciones sexuales solo para evitar la venganza de su marido si no lo hace.
La ficción pone el foco en las consecuencias que sufre una mujer dependiente de su marido al marcharse del domicilio conyugal: la soledad, los que parecían ser amigos pero terminan dándole la espalda cuando pide ayuda, reincorporarse al mundo laboral tras décadas sin trabajar y, sobre todo, el miedo con el que Miren va a tener que convivir.
Querer es una buena serie con grandes interpretaciones, pero es todavía mejor que haga pensar, entender, debatir y, sobre todo, desbloquear más niveles de complejidad dentro de la violencia doméstica. Es la única forma de avanzar.