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    Cannes 2016: Frío y calor, entre la seriedad de Ken Loach y la locura de Bruno Dumont

    El conflicto árabe ('Clash') y la crueldad del sistema social británico ('I, Daniel Blake') llevan la realidad sociopolítica al certamen. Menos mal que Bruno Dumont aligera el tono con la locura infinita que es 'Ma Loute'.

    FDC

    Cannes adora a Ken Loach. No solo presenta aquí casi todas sus películas desde En un mundo libre (2007)), sino que atesora un montón de premios del certamen, incluyendo la Palma de Oro a la terrible El viento que agita la cebada (2006) y, por lo general, su obra suele ser bien recibida por buena parte de la prensa acreditada (hoy también hubo aplausos al final de la proyección de I, Daniel Blake). Loach (y su fiel coguionista Paul Laverty) son sobradamente conocidos como azotes de la realidad social británica. Su cine es el canon de la película-denuncia, por lo que cualquiera con dos dedos de frente siempre logrará simpatizar con las posturas morales de los autores. El problema es el cómo se muestra dicha denuncia o hasta qué punto se deben apretar las tuercas de la sutileza para hacer que el calado de la obra rasque el nervio emocional del espectador. Ahí Loach suele fallar irremisiblemente: su cine tiende al desequilibrio, a la exageración, a los subrayados, a poner en primer plano la ignominia no sea que haya alguien despistado que no se haya dado cuenta de la gravedad de la situación. Algo que sólo ha superado en sus grandes películas: Kes (1969), Riff-Raff (1991), Lloviendo piedras(1993), Mi nombre es Joe (1998), La cuadrilla (2001) …

    I, Daniel Blake, precisamente, parece la secuela 18 años más tarde de la película protagonizada por Peter Mullan (de hecho, tienen nombres especulares). Y es que Daniel (Dave Johns, en su primer papel en un largometraje) se acaba enfrentando a problemas de dinámica similar a los del protagonista de Mi nombre es Joe. Víctima de un infarto, su médico le prohíbe volver a trabajar, pero este debe fingir que quiere incorporarse a la vida laboral para así poder cobrar algún tipo de subsidio. Loach dibuja la burocracia funcionarial británica como un laberinto donde las salidas han sido tapiadas, un muro al que darse cabezazos y al que no deja de estrellarse el bueno de Daniel, poseedor de una integridad absoluta, únicamente comparable a su vehemencia tratando de salir adelante. Planteada con austeridad y no exenta de momentos realmente tiernos -en especial la amistad que traba con una madre soltera (también agobiada por la falta de recursos)- acaba sin embargo por caer en los errores de siempre, forzando la dramática hasta convertirla, por previsible, en poco creíble. Seguiremos esperando.

    Le Pacte

    Toda la gravedad de Loach se volatilizó en la nueva película de Bruno Dumont: Ma Loute (donde los personajes, literalmente, levitan como globos aerostáticos). Un auténtico delirio -no he parado de reír durante toda la obra- que arranca como una comedia de la Ealing protagonizada por caricaturas de Terry Gilliam, sigue como un dislate de los horrores a lo Abbott y Costello y acaba homenajeando a Federico Fellini en una carrera a lo Benny Hill. Le sentó más que bien el humor a Dumont en su magnífica miniserie El pequeño Quinquin (2014) y en Ma Loute se lanza de lleno a ella. La lucha de clases entre los burgueses insoportables que acuden a la costa de Calais a pasar las vacaciones y los paletos lugareños (y caníbales) que habitan acaba en empate: todos son igual de estúpidos. El argumento (por decir algo) de la cinta versa sobre la desaparición de los turistas que son devorados por la familia de remeros (aunque el grueso de su negocio es hacer cruzar la bahía a la gente en sus propios brazos) y la delirante investigación policial a cargo de unos sosías de Hernández y Fernández, si cabe, aún más tontos. El cómo ha convencido Dumont para que actores de la talla de Fabrice Luchini, Juliette Binoche y Valeria Bruni Tedeschi hagan el ganso de tal forma sólo puede ser digno de aplauso. No tengo ni idea de lo que pensarán el resto de cronistas pero yo trato de ser fiel a mí mismo y cuando me río tanto pienso que la película sólo puede ser muy buena.

    Roger Arpajou

    La apertura de Un certain regard presentaba a un director desconocido en occidente: el egipcio Mohamed Diab. Su Eshtebak (el título internacional es Clash) es un tour-de-force narrativo en un único escenario: el interior de un furgón policial plagado de detenidos (la mayoría injustamente), enfrentados tanto en política como en religión, que tratarán de sobrevivir a los violentos disturbios que azotan su ciudad. De ahí que la ambición del director sea doble: por un lado, retratar la convulsión político-social existente en Egipto tras la revolución árabe y la supresión del primer ministro (del partido musulmán), por otro crear un thriller opresivo que sirva para retratar un amplio espectro de la población (hay fundamentalistas, cristianos, demócratas, familias, religiosos, periodistas… vaya, hasta hay un indigente, un DJ y aspirante a actor). No exenta de momentos de alta tensión, prácticamente: cada vez que la rebelión llega a las puertas del tráiler a modo de pandemónium, y con una presión asfixiante en su zona final, fracasa terriblemente en su vertiente dramática al recurrir al maniqueísmo descriptivo de sus personajes (que además no dejan de chillar durante toda la película) y al no saber sacar partido a su puesta en escena (mover la cámara de un lado a otro en un espacio tan reducido sólo incita al mareo). Vaya, que la propuesta genérica (el final es casi de terror) es muy superior a su dramática (el mensaje se reduciría a la mínima expresión: en ambos bandos político-religiosos hay buenos y malos). Una buena manera de definirlo sería un cruce entre el cine de Danis Tanovic y José Corbacho. Pero qué sé yo si he visto cinco películas hoy y tengo el cerebro frito.

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