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    Robert Guédiguian (‘La casa junto al mar’): “En el caso de los refugiados, el egoísmo de Europa es demencial”

    El veterano director vuelve a trabajar con su equipo habitual en una esperanzadora historia sobre la vigencia de los ideales contraculturales.

    Robert Guédiguian y Ariane Ascaride forman uno de esos tándems férreos del cine de autor europeo: director y actriz han visitado España para presentar La casa junto al mar, una conmovedora crónica sobre los anhelos perdidos de una generación que no tiene miedo a sacudir a sus personajes con el fin de que dejen los lamentos atras. Divertidos, incorrectos, y con anécdotas en el bolsillo –como la que cuenta el cineasta sobre Luis Buñuel, quien solía adelantar las manecillas de su reloj siempre que tenía encuentros con la prensa para así poder empezar a beber una hora antes–, la pareja recibe a Sensacine para hablarnos de los protagonistas de su última película, tres hermanos en una cala del Mediterráneo, que se reúnen cuando su padre sufre un ataque al corazón.

    ‘La casa junto al mar’ es una historia con un guion propio. ¿Podría explicarnos cómo llegó a esa cala del Mediterráneo para contarnos las vicisitudes de estos tres hermanos?

    Robert Guédiguian – Es muy sencillo: quería rodar en invierno en esta pequeña cala al lado de Marsella. Siempre me ha parecido que durante esos meses de invierno era como un pueblo abandonado, y me gustaba imaginar todo lo que podría haber ocurrido en ese sitio: los gritos, las vidas, las Navidades, celebraciones. De algún modo, este emplazamiento es como un escenario teatral. Mi intención era que el mundo entero entrara en él. Es decir, tenía el decorado, pero no la obra. Así que me puse a escribir. Escogí tres personajes –que creo que se me parecen bastante–; tres personajes de una misma generación, dos hombres y una mujer, para que cada uno expusiera sus motivos y razones por los que pensaba que habían fracasado, por los que creen que no han cumplido sus objetivos. Siempre en relación con la generación previa a ellos, ese mundo que existió en la cala, donde había una contracultura del compartir. Cuando estaba en mitad del proceso de escritura ocurrieron los atentados de París, los de Bataclan. La sala está apenas a unos minutos de distancia de mi oficina. Pensé entonces que era necesario incluir estas cuestiones, que me parecen que conforman el problema del presente: el cómo mezclamos de manera perversa conceptos como inmigración, refugiados, y terrorismo.

    AGAT FILMS & CIE / France 3 CINEMA

    Su última película está dividida en dos partes. En el primer tramo, vemos a los personajes rendir cuentas con el pasado; mientras que en el segundo todo cambia y se empieza a mirar hacia el futuro. ¿Intentaba criticar el ensimismamiento de Europa, esa idea de que estamos mirándonos demasiado el ombligo?

    R. G. – ¡Desde luego! En el caso de los refugiados, el egoísmo europeo es demencial. También lo es la actitud estadounidense con sus vecinos mexicanos, o la de Rusia con la gente del Cáucaso, la de O Israel, donde hay 30.000 refugiados africanos amenazados de expulsión. Europa siempre ha sido egoísta. Antes, como mínimo, existían islotes de contracultura, donde se defendía la idea de compartir, la de no apropiarse de las riquezas del mundo. Durante un tiempo, estos islotes estaban bajo el paraguas teórico del comunismo. Fíjate que cosa tan radical proponía el comunismo: ¡compartir las riquezas! Es cierto todo lo de Stalin, lo de Corea del Norte, pero esas dictaduras no esconden que la idea primera del comunismo, la idea platónica, parte de la cuestión de compartir y distribuir la riqueza que se produce. Por esta razón continuo diciendo que soy comunista.

    ‘La villa junto al mar’ planta en la cara muchas cuestiones, y es muy clara con respecto a los anhelos de la protagonista. Es muna pregunta para Ariane Ascaride: ¿cómo trabajó esa vulnerabilidad y esa fortaleza?

    Ariane Ascaride – Es un personaje con muchas tensiones, y finalmente parece que puede aceptar y asumir esa idea de volver a vivir, porque esté en el lugar de su infancia, y es un espacio que de alguna forma la protege y va a ayudar a que finalmente rompa ese caparazón en el que se ha encerrado durante tanto tiempo. El caparazón de las mujeres es ciertamente espeso. No es un problema que pueda solucionarse en seis meses o en un año, y tiene mucho que ver con lo que se espera de nosotras, lo que nos exigimos, lo que nos sucede y en relación a los logros o fracasos políticos. 

    ¿Podría desarrollarlo más, por favor?

    A. A. – En los años 70, las mujeres ya crearon un movimiento llamado feminismo, y ¡menos mal que lo hicieron!, porque lograron poner en movimiento muchas cosas. Pero en los años 80, se volvió hacia atrás. Cada vez que acontece una crisis económica, se intenta por todos los medios que la mujer regrese a la cocina, por lo que me parece absolutamente justo que las mujeres decidan volver a combatir el acoso, porque entre otras cosas, no es precisamente un hombre quien muere cada tres días a manos de su pareja. Es un problema mayúsculo. Como también lo es el hecho de que las mujeres no cobran lo mismo que los hombres. Mientras esto no sea automático, no habrá igualdad, porque pagar a una mujer lo mismo que a un hombre es reconocerla al mismo nivel que un hombre, reconocer que su valor de trabajo es el mismo, aunque no sean iguales física y mentalmente. Y mientras esto no se solucione, no habrá respeto. Hay otra cuestión fundamental y es la de enseñar a las mujeres madres que no hay que criar a los niños y niñas de manera diferente. Algunas mujeres han hecho suyo hasta tal punto el discurso del machismo que ellas mismas lo reproducen. Me alegro de que esté sucediendo esta toma de conciencia, pero también quiero dejar claro que siempre voy a negarme a considerar al hombre como el enemigo, y creo que también estamos presenciando comportamientos histéricos y ridículos.

    Que las mujeres no cobren lo mismo que los hombres es un problema mayúsculo. Mientras esto no sea automático, no habrá igualdad, porque pagar a una mujer lo mismo que a un hombre es reconocer que su valor de trabajo es el mismo.

    El fragmento de ‘Ki lo sa’ (1985) que aparece en ‘La casa junto al mar’ es muy evocador, y sugiere una idea poética muy bonita: que de alguna manera esta última película ya estaba comenzando a nacer en las imágenes de aquella. ¿Por qué decidió incluirla?

    R. G. – La verdad es que juego con ventaja, y es algo que me parece un lujo, porque puedo acceder al archivo personal de mis películas, y de mis actores. Ya había rodado en esa misma cala hace treinta años con los mismos actores, y, dado que La casa junto al mar es una película sobre la edad y el paso del tiempo, quise incluir en el guion esa secuencia. Es un flashback compartido: los protagonistas vuelven a ver dónde estaban treinta años antes y al mismo tiempo los espectadores que sean de esa generación son transportados a su juventud.

    ¿Cómo trabajó con los actores la cuestión del paso del tiempo en relación a esa imagen del pasado?

    R. G. – Me gusta seguir el mismo método incluso cuando estoy rodando con actores con los que trabajo por primera vez. No soy de dar indicaciones, aunque sí creo que hay que hablar. Eso sí, de cualquier cosa menos del trabajo, o del personaje y la historia. Un buen actor o una buena actriz saben leer, saben ver que el personaje es así o asá, y, en este sentido, hay que dejar que el actor o la actriz proponga. Y siempre aportaran algo interesante. Como sucede con la música, los guiones no están escritos en bronce, se interpretan. Hay versiones y las variantes pueden ser infinitas. Es absurdo que un director imponga su criterio como el único válido. Cualquier que lo crea así, me parece un cretino.   

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