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    'Otoño y el rayo verde': sobre 'Mektoub, My Love: Canto Uno' de Abdellatif Kechiche [Opinión]

    "El director se demora en el cuerpo con el propósito de una película fértil, por completo luminosa, que deslumbre a la tiniebla y erradique el luto que somos".

    “Mektoub” es un término árabe que no tiene traducción exacta. Dicen que contiene la noción de destino pero vuela libre como las interjecciones, no asume una acepción clara y trae perfumes de fortuna, de asombro y de plenitud. Yo entiendo la palabra como la bendita herida abierta del vivir.

    “La herida, la real”, esa es la traducción aproximada de la novela de François Bégaudeau que Abdellatif Kechiche adaptaba en su película Mektoub, My Love: Canto Uno, primer pliego de un díptico (tal vez trilogía) todavía incompleto, cuyo único empeño era la celebración de lo elemental, del amor, el deseo y el sol cristalizando el salitre sobre la piel.

    Como Tiburón, Cuento de verano o El gran azul, Mektoub transcurre al borde mismo del mar, en la Francia meridional y más precisamente en Sète, que es donde nació Paul Valéry y en cuya playa rogaba ser enterrado Georges Brassens para así pasar la muerte de vacaciones. El punto de partida es la vuelta al pueblo de un chaval que ha pasado el año fuera, en la ciudad, y que ahora siente su regreso como una visita. Un paisano que se encuentra un poco forastero, a todos nos ha ocurrido alguna vez en casa.

    El amor realizado es un sorbo de muerte, escribió en un poema Josefina Pla, y supongo que por eso Mektoub empieza en faena pero luego se retrae en preámbulo, hace síntesis del cortejo, que es un asunto previo, anterior y fundamental, se instala en los preliminares que la pornografía da por hechos y opera desde intuiciones de júbilo con una única idea en mente, la de cualquier maniobra artística que valga la pena: detener el tiempo. Retenerlo, mejor. Y en ese ánimo se alza como cine exultante, intrascendente e importantísimo, del que no significa nada. Una aspiración a lo absoluto que desemboca, claro, en la melancolía.

    'Mektoub' no es tanto una película como un camino, un sendero que nos conduce a los primeros veranos de plena conciencia, del cuerpo entero, y en ese sentido es reserva natural de un cine hedonista, sin moda, disfrutón y ajeno a las consideraciones estultas que le reprochan una mirada ceñida a los cánones de una masculinidad heterosexual normativa

    Algo así dicen, lo dicen en inglés, “male gaze”, dicen, que en castellano no quiere decir nada, es lenguaje inmundo de ascendencia empresarial, palabrería oportunista que busca la máxima rentabilidad, que inspecciona, tasa, segmenta y estandariza, que pretende el cine materia confesable. ¿Qué afectación es esa que sugiere que nuestras ideas son más lícitas que nuestros cuerpos descarados? Tal vez lo que quieren decir estas personas es que de pronto se han visto sorprendidas por una película franca, sin vuelta de hoja, sometida a sí misma, toda ella impulso y apareamiento, tan simple que la suma de su discurso, ya me dirás, la contiene en una escena donde una oveja pare un cordero.

    Mektoub va a la suya mientras su director, rijoso, elige hacerse el loco. No tengo claro que por ser hombre mi mirada sea masculina, ni siquiera que haya una mirada masculina y otra femenina, objetaba a quienes le afeaban la película, y antes de llamarlos puritanos citaba unas cuantas cineastas a las que consideraba mucho más audaces que él en la representación del desnudo femenino: Catherine Breillat, Chantal Akerman, Pascale Ferran

    Kechiche se demora en el cuerpo con el propósito de una película fértil, por completo luminosa, que deslumbre a la tiniebla y erradique el luto que somos. Por eso empapuza la imagen de voluptuosidad y no duda en descender la cámara al culo cuando una muchacha baja a la orilla o sube una meseta (como si Tinto Brass hubiera dirigido Verano azul), para que veamos que los cuerpos no mienten y que nuestra relación con la gravedad nos dice, nos enuncia y nos expresa. Esto es lo que somos. Esto es lo que queda de nosotros ya avanzado el otoño.

    En Mektoub la chavalada habla mucho pero solo dice cosas de poco fuste, hablan de hacer una ensalada, por ejemplo, lo cual nos remite a Éric Rohmer cuando decía que hay dos tipos de palabras, las superfluas y las indispensables. Rohmer, que también trató el verano y que en sus películas hizo del amor cháchara, marranada y diagrama, tiene muy buena prensa porque parece inocente, porque sus películas tienen aspecto de haberse hecho solas. Mektoub va por ahí, su orfebrería verista parece sin intervención y se podría decir que, en lugar de transcurrir mientras la vemos, ocurre a medida que la vamos mirando, que se inventa y que es cine naciente.

    A los humanos nos es imposible tocarnos, eso dicen otros humanos. Se conoce, según leyes físicas, que cuando pretendes estar tocando otro cuerpo en realidad no estás tocando a nadie, solo estás tomando contacto con sus electrones, las capas de fuerza, por así decirlo, nunca la materia propiamente dicha

    Esta información me la acaba de transmitir una amiga al móvil, de manera inopinada, justo cuando escribo en torno a esta película que es todo lo que somos (porque lo que somos es lo que somos en verano, el resto del tiempo es papeleo), y que a mi entender contiene un latido que hoy parece antiguo pero que es mucho más que antiguo porque es perenne: que la mujer (toda mujer) sea una fiesta. A mí esto es lo único que me importa.

    Luego hay una primera cosa que hacen los actores para sostener el artificio, que es simular que no estamos ahí, no mirarnos nunca. En Mektoub, un festín de jóvenes hermosos, limpios y sin tatuajes, nos ignora, nos olvida hasta que de repente un corderito irrumpe en un plano y rompe la cuarta pared y nos atraviesa con su mirada estulta y alumbra el nacimiento de la nostalgia, el momento exacto en que ese tipo particular de tristeza se manifiesta por vez primera en la vida de un hombre, siempre al final de un verano.

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