Leigh Whannell consigue algo que parecía difícil: tomar un clásico del terror y darle un sentido contemporáneo que lo haga inquietante para un público actual. No se limita a actualizar la historia de . Wells con tecnología moderna, sino que construye un relato que respira desasosiego desde la primera escena. La amenaza no es solo fantástica, también es profundamente humana, y eso hace que la angustia se sienta más cercana.
El trabajo de cámara es clave. Los planos amplios, que dejan huecos vacíos en las esquinas, hacen que uno mire buscando algo que quizá no está… o que sí está, pero no se deja ver. Esa tensión silenciosa es uno de los grandes aciertos del filme. Whannell juega con el espacio y con la idea de que el peligro puede estar observándonos en cualquier momento, convirtiendo la ausencia en una presencia constante.
Elisabeth Moss ofrece una interpretación absorbente, llena de matices. No solo transmite terror y agotamiento, sino también una determinación que crece a medida que avanza la historia. La cámara la sigue de cerca, y gran parte del impacto emocional recae en su capacidad para expresar vulnerabilidad y fuerza casi al mismo tiempo. Este enfoque convierte el relato en algo más que un simple ejercicio de suspense: es también un retrato de resistencia frente al abuso.
La mezcla de géneros funciona mejor de lo esperado. Hay terror psicológico, momentos de ciencia ficción bien dosificados y secuencias de acción que rompen la calma con contundencia. Aunque algunos giros pueden anticiparse, la tensión rara vez se rompe y la historia mantiene un ritmo que atrapa. Whannell demuestra que no necesita saturar de efectos para crear escenas memorables; basta con sugerir y dejar que el espectador complete la amenaza en su mente.
Más allá del entretenimiento, la película deja un poso inquietante porque habla de algo real: el miedo persistente a alguien que ha controlado y manipulado, incluso cuando parece que ya no está. Esa lectura social, ligada a la violencia de género y al abuso emocional, aporta un trasfondo que refuerza la propuesta y le da una relevancia que va más allá de su envoltorio de thriller.
En definitiva, El hombre invisible es un ejemplo de cómo revitalizar un mito sin traicionar su esencia. Un ejercicio de tensión bien construido, con una protagonista que se adueña de cada plano y una dirección que sabe que, a veces, lo que más asusta es lo que no podemos ver.