Hay películas que llegan sin hacer ruido y, de repente, te atraviesan. 50/50 es una de esas. En apariencia es una comedia dramática más sobre la enfermedad, pero desde sus primeras escenas se nota que el enfoque va por otro lado: más honesto, más cercano y, sobre todo, menos manipulado. Aquí no te estiran del lagrimal; simplemente te dejan entrar.
La interpretación de Joseph Gordon-Levitt es lo que sostiene todo. Tiene una forma muy limpia de mostrar la vulnerabilidad sin convertirla en un espectáculo triste. Hay momentos en los que sólo con mirarle entiendes lo que está perdiendo, lo que teme y lo que intenta fingir que no pasa. Y al lado está Seth Rogen, que podría parecer un pegote, pero acaba siendo la risa incómoda y necesaria que uno tiene cuando ya no sabe qué hacer con su propio miedo.
El guion es una maravilla, y eso es lo que hace que todo funcione. No se recrea en el drama ni se refugia en el chiste fácil. Va encontrando un equilibrio extraño entre la rabia, el humor negro, la ternura y la impotencia. Y cuando llega el tramo final, ese remolino emocional te golpea de lleno. A mí me ha hecho llorar mucho, pero de esa forma que no duele, sino que alivia.
Lo bonito es que no intenta ser un manual de vida ni te suelta frases de autoayuda. Es una historia pequeña, contada con una sinceridad que desarma. Y aunque habla del miedo a morir, al final lo que te deja es una sensación cálida de estar vivo y de valorar a quien se queda cuando todo se tambalea.
Sencilla, humana y dolorosa en el mejor sentido.