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    El sueño de Ellis
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    El sueño de Ellis

    América y el cine

    por Carlos Losilla

    James Gray pertenece a la raza de los elegidos del cine americano. Perdonen que utilice este lenguaje, pero en ocasiones hay que ponerse solemne. Y no porque el cine de Gray lo sea, pues pocas veces he visto una mayor compenetración entre la justeza de medios y la economía del estilo, sino porque la ocasión lo merece. Dicho de otro modo, si los cinco largometrajes dirigidos hasta ahora por nuestro hombre son todos ellos de una madurez absoluta, no es porque Gray sea un superdotado, sino porque su escritura proviene de una tradición que ha asimilado con elegancia y se dirige hacia un futuro del que todavía no sabe mucho. Gray asimila y explora, recrea y busca, vuelve la vista atrás sin dejar de mirar hacia adelante, como en la famosa teoría del retrovisor de Serge Daney. Cada una de sus películas contiene una buena dosis de clasicismo siempre atravesada por ráfagas de experimentación. Y todo ello para hablar de seres que persiguen una cierta estabilidad, o un ideal, y acaban desapareciendo entre los pliegues de sus propias aspiraciones. América como mito inalcanzable y los caminos del deseo y del dolor que hay que atravesar para llegar hasta ella. Los elegidos no siempre alcanzan la tierra prometida.

    Pues bien, El sueño de Ellis, la última película de Gray hasta el momento, afronta directamente ese asunto. Ewa Cybulska (Marion Cotillard, sin duda en su mejor papel) es una joven polaca que llega con su hermana a la isla de Ellis (el lugar donde eran retenidos todos los emigrantes procedentes de Europa a principios de siglo, justo al lado de Liberty Island) con la intención de empezar una nueva vida en Estados Unidos. Allí trabará conocimiento con Bruno Weiss (Joaquin Phoenix, en otra de sus electrizantes composiciones para Gray), que la ayudará pero también la introducirá en un universo equívoco, una pensión que es también un prostíbulo y quizá un teatro, donde a su vez entrará en contacto con Orlando (Jeremy Renner, ese actor misterioso y huidizo, uno de los grandes de su generación), un mago que se enamorará de ella al tiempo que Bruno. A pesar de lo que pudiera parecer, no obstante, El sueño de Ellis no es una película histórica, ni tampoco un thriller, ni siquiera un melodrama. Gray recoge la tradición de los géneros para componer una fantasía a medio camino entre la realidad y el delirio, en el fondo la historia de un pobre tipo que persigue un deseo, la del iluso que cree que puede hacerlo realidad y la de la mujer que se encargará de poner las cosas en su sitio. Como siempre, el cine de Gray habla de aquello con lo que se sueña y aquello que uno se ve forzado a aceptar.

    En el fondo, estamos en el mismo territorio de Cuestión de sangre (1994), La otra cara del crimen (2000), La noche es nuestra (2007) o Two Lovers (2008), sus películas anteriores, con las que El sueño de Ellis forma una admirable pentalogía. Alguien quiere dar un giro a su vida, regresar al pasado, o singularizarse respecto a las tradiciones familiares, o conquistar a la mujer de su vida, y lo único que consigue es el más estrepitoso de los fracasos, la soledad, el aislamiento y la alienación. Como rasgo distintivo, El sueño de Ellis utiliza el film en costumes, como dirían los franceses, además de una ambientación hipnótica, un cromatismo impresionista, una utilización de la cámara siempre ambigua. Los personajes vagan por los pasillos de la pensión, recortan sus siluetas y rostros en marcos de puertas y ventanas, surgen de la oscuridad como criaturas de otro tiempo, miran como animales en celo. Gray huye del realismo como de la peste, y en su lugar prefiere pintar un ambiente entre lo sórdido y lo onírico, entre la vigilia y el sueño, en un estado de alucinación permanente. No traten de buscar, pues, motivaciones ni psicologías. Todo se desarrolla como en un cuento, al igual que si quienes pueblan el relato obedecieran oscuros designios de su inconsciente. La ficción se impone y el universo creado resulta autosuficiente, y por ello reflejo perfecto del “mundo real”.

    Esta correspondencia entre el cine y la vida proviene, por supuesto, del mejor cine clásico, cuando el universo de la pantalla era una recreación deformada pero elocuente del mundo que había más allá de la platea. Sin embargo, Gray no es un neoclásico, sino un cineasta contemporáneo en toda regla, y por eso sus temas surgen de un tratamiento de la realidad en el que importan más los matices, las texturas o las atmósferas que la propia narración. Es decir, se cuenta una historia con todos esos elementos, creando un ambiente en el que el plano no delimita el espacio, sino que lo expande, para que defina un estado de ánimo o el cariz de una situación. Los diálogos entre Ewa y Bruno, por ejemplo, no se limitan al recitado, sino que crean un entorno en el que hay que andar con pies de plomo, un contexto verbal y visual que reverbera en el eco de una amenaza muy cercana al deseo carnal, pero también al desvalimiento. Por eso Bruno es a la vez un villano y un antihéroe. Por eso Ewa es una mujer desvalida y una mente calculadora. Por eso Orlando es el mago que nunca podrá usar sus poderes… En la parte final, uno de los fragmentos de cine más portentosos de los últimos tiempos, todo se hace nebuloso, incierto, y los personajes aparecen y desaparecen en un baile de disoluciones que, a la vez, nos está hablando del carácter frágil y efímero del propio cine. Gray habla del país en el que vive y del medio en el que trabaja con la delicadeza de un orfebre, el último de los mohicanos.

    Lo mejor: Un crescendo que no tiene que ver con la acción, sino con el hermoso ballet que forman figuras, fondos, colores, ambientes…

    Lo peor: Que alguien la tome por una derivación cutre de El padrino, o así.

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