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    Tomorrowland: El mundo del mañana
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Tomorrowland: El mundo del mañana

    Soñando un mundo (un cine) mejor

    por Alejandro G.Calvo

    La primera impresión –fugaz, probablemente equívoca, fuertemente impresionado- que me vino a la cabeza viendo Tomorrowland fue que estábamos ante el Super 8 (2011) de 2015. Al fin y al cabo Brad Bird ya recogió el testigo de J.J. Abrams cuando se hizo cargo de las aventuras de Ethan Hunt en Misión Imposible: Protocolo Fantasma (2011). Siendo un cineasta de herencia claramente spielbergiana -¿hace falta que recordemos su magistral debut en el campo del largometraje animado con la totémica El gigante de hierro (1999)?-, Bird, ya sea en el mundo de la animación o en el de la ficción real, ha demostrado ser un creador capaz de conjugar la desbordante imaginación propia de la ciencia-ficción de los años sesenta con la excitante aventura juvenil propia de los años ochenta: en el caso que los ocupa, más cerca de Exploradores (1985) que de Los Goonies (1985).

    Pero a medida que avanza Tomorrowland, el tono marcadamente naïf (y profundamente cinéfilo) de la obra, se va convirtiendo en algo tremendamente más ambicioso: mitad juguete sci-fi de múltiples guiños a las obras canónicas del género –probablemente es lo que buscaban tanto Spy Kids (2001) como Sky Captain y el mundo del mañana (2004)-, mitad parque de atracciones meta-científico, donde convive tanto el espíritu steam-punk –ese improvisada lanzadera de cohetes parisina- como la arquitectura fantástica de última generación; la película de Bird también posee un trasfondo amargo –más allá de que toda la película verse sobre cómo esquivar un futuro distópico-, nada ajeno tanto a la humanización de las inteligencias artificiales –Spielberg, de nuevo- como a las historias de amor de imposible resolución –ahí, si cambiáramos robots por vampiros, se podría buscar un pérfida comparación incluso con Déjame entrar (2008)-.

    La película está centrada en vehicular una narrativa tan acelerada como fluida, donde el thriller de carácter nostálgico pese más que las escenas de acción en sí mismas: aquí la violencia queda soterrada bajo todo tipo de gadgets futuristas y androides inorgánicos (casi plásticos) de lo más patoso, buscando la comicidad por la vía de la espectacularización del gesto. De tal forma que el discurso base de la obra: “sólo los soñadores pueden cambiar el mundo”, acaba trascendiendo y, por ende, contagiando al espectador, convirtiéndole a él también en protagonista de esa aventura bigger-than-life a la que, al menos este cronista, se entregó con los brazos abiertos. Y cuando ocurre algo así puede deberse básicamente a dos factores: o bien la película está tan bien resuelta que logra convertir la experiencia estética de su visionado en una aventura de carácter íntimo irrenunciable, o bien el cronista adulto anda necesitado de volver a revivir el cine con el que creció como espectador y donde se cimentó su amor por el cine. En mi caso particular probablemente se trate de la suma de ambos factores pero, ¿es eso negativo? ¿Acaso importa? Al final cuando uno ve una película establece un pacto único e intransferible con aquello que está contemplando (viviendo). Por eso Tomorrowland me parece algo maravilloso, porque me ha hecho olvidarme de mi condición de crítico cinematográfico y me ha convertido en un espectador más. Y, lo siento, pero cuando yo disfruto tanto de una película a esta sólo la puedo tildar de obra maestra. Que lo sea o no, ya me preocupa menos.

    A favor: Athena, una robo-Hit-Girl que sería la novia perfecta para el niño-androide de Inteligencia Artificial (2001).

    En contra: Britt Robertson, cuya dulzura no la exime de estar un pelín sobreactuada.

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