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    El viento se levanta
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    El viento se levanta

    Un adiós agridulce y magistral

    por Mario Santiago

    Pese a que la majestuosidad artística de The Wind Rises merecería ser valorada de forma aislada, sin interferencias externas, resulta difícil abstraerse de la noticia que sacudió el 70º Festival de Venecia, cuando durante la presentación del film el mandamás del estudio Ghibli, Koji Hoshino, anunció la retirada del maestro Hayao Miyazaki de la dirección cinematográfica. Una inesperada noticia que dota a The Wind Rises de una dimensión doblemente crepuscular: no se trata únicamente del final de una espléndida trayectoria personal, sino del adiós de uno de los últimos grandes maestros de la animación tradicional, la del lápiz, papel y pincel. En este sentido, la lógica interna de la película resulta incuestionable: renegando del uso de la tecnología digital, el director de El viaje de Chihiro se embarca en un ejercicio de memoria protagonizado por dos figuras reales: la del protagonista de la película, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi -diseñador del avión de combate con el que Japón bombardeó Pearl Harbor-, y la del escritor Hori Tatsuo, autor de la novela que da título al filme -un título, por cierto, extraído de un poema de Paul Valéry-.

    La conquista del cielo ha sido siempre una de las obsesiones de Hayao Miyazaki, una aspiración que ha llenado su cine de sofisticados aeroplanos y de mágicas criaturas voladoras. Sin embargo, en The Wind Rises, esta fascinación por la aerodinámica se viste de realismo. Y es que estamos ante la película menos fantástica y menos infantil de la trayectoria del dibujante japonés. Una apuesta afincada en lo real que, en todo caso, Miyazaki aliña con unos toques de onirismo que le sirven para retratar el idealismo del ingeniero Hirokoshi, un personaje que podría verse como una suerte de alter ego del director: un artesano entregado en cuerpo y alma a su arte. Una visión romántica del personaje que ha despertado suspicacias entre algunos espectadores (tanto japoneses como coreanos) que han acusado al film de una cierta ceguera ante las implicaciones inmorales del proyecto belicista que hizo célebre el trabajo de Hirokoshi. Sin embargo, dicha acusación pierde fuerza ante el elocuente trasfondo antibelicista del conjunto de la obra de Miyazaki, una convicción pacifista muy presente también en The Wind Rises, donde el uso militar de los aviones diseñador por Hirokoshi deja una dolorosa herida en la conciencia del personaje.

    Más allá de la polémica, toca reivindicar el innegable valor artístico de una película que despliega tres hilos narrativos que se van entrecruzando a lo largo de los 126 minutos de metraje. En primer lugar, Miyazaki exhibe su cara más imaginativa cuando se adentra en el mundo onírico de Hirokoshi, que nunca deja atrás sus sueños de infancia, en los que conquista las alturas de la mano del ingeniero italiano Giovanni Caproni. Después, en un registro un poco más convencional, el filme se acerca a la biografía de Hirokoshi para enmarcar su trayectoria profesional en el contexto de la historia japonesa. Así, se pone en escena la sacudida vivida por el país nipón a raíz del fatídico terremoto de Kanto de 1923, que es ilustrado por Miyazaki con una mezcla de pesar íntimo y exuberancia plástica: nadie hace temblar los elementos -sea la tierra, el agua o el viento- como el maestro japonés. Además, en esta crónica histórica también encontramos un retrato nada complaciente del dramático periodo de la Gran Depresión japonesa.

    Por último, en su tercer hilo narrativo, The Wind Rises abraza una delicadeza poética próxima al espíritu Zen. Una apuesta que lleva al film hasta las más altas cotas del romanticismo trágico cuando se detiene a describir el matrimonio de Hirokoshi con una joven enferma de tuberculosis -la misma dolencia que afectaba a la madre de las niñas de ‘Mi vecino Totoro’-. Esta sublime subtrama, cargada de devoción amorosa, convierte la media hora final de la película en un emotivo santuario a la memoria de los grandes cineastas japoneses del periodo clásico: ahí está el melodrama de Mikio Naruse, el estoicismo de Yasujirō Ozu o el fatalismo de Kenji Mizoguchi. En definitiva, estamos ante el elegíaco punto final a la insobornable filmografía de uno de los grandes maestros de la historia del cine.

    A favor: La trama romántica.

    En contra: Un cierto estancamiento del relato en su tramo central.

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