Guillermo del Toro revive su criatura más humana en 'Frankenstein'.
Guillermo del Toro regresa con 'Frankenstein' para explorar los límites morales y emocionales del ser humano. Hasta lo que sé, su versión no busca replicar el mito original de Mary Shelley, sino dialogar con él, cuestionando qué significa realmente “ser humano” y si la monstruosidad nace del cuerpo o del alma. La película plantea una moralidad partida: la criatura y su creador comparten una misma condena, pero solo uno parece dispuesto a escuchar.
No he tenido la oportunidad de leer la obra original de Shelley, aunque tengo entendido que Del Toro no se ciñe estrictamente a ella. Más que una adaptación literal, realiza una reinterpretación personal basada en los principios y dilemas éticos del texto clásico. En ese sentido, aunque suelo ser reacio a que se alteren aspectos esenciales de una novela al llevarla al cine, admito que aquí la licencia creativa funciona. Del Toro imprime su visión con una dirección meticulosa, hilando cada secuencia con precisión narrativa y emocional.
Evita, además, los vacíos de guion que podrían surgir de suprimir fragmentos del libro, ofreciendo una historia cohesionada que fluye con elegancia a lo largo de sus dos horas y media de metraje. Aun así, la duración se percibe en algunos tramos; no por exceso de contenido, sino por cierta repetición temática que, si bien refuerza el discurso filosófico, también ralentiza el ritmo.
El guion inicia con fuerza, asentando los grandes temas —la vida, la muerte, la ciencia y la divinidad—, pero a medida que avanza, la narrativa entra en un bucle discursivo. Las conversaciones entre Elizabeth (Mia Goth) y la Criatura (Jacob Elordi) retoman, una y otra vez, los mismos conflictos morales y existenciales. Es cierto que esas repeticiones acentúan el debate filosófico y dotan a la historia de una dimensión reflexiva, pero también le restan dinamismo.
Del Toro busca la profundidad, y la consigue en muchos momentos, pero a costa de cierta redundancia que atenúa el impacto emocional. Se siente como si la película brillase más cuando deja que las imágenes hablen que cuando insiste en verbalizar sus dilemas.
En el apartado interpretativo, 'Frankenstein' se eleva con dos actuaciones memorables: Jacob Elordi y Oscar Isaac. Elordi construye una Criatura tan trágica como lúcida, sin necesidad de artificios. Su lenguaje corporal —torpe, infantil y a la vez consciente— transmite la inocencia de quien acaba de nacer en un mundo que no lo acepta. Hay una humanidad en su mirada que eclipsa cualquier máscara o cicatriz. Su interpretación merece, como mínimo, una nominación a los grandes premios.
Isaac, por su parte, dota al doctor Frankenstein de una presencia poderosa y ambigua, guiada por la obsesión. Ambos encarnan, con precisión quirúrgica, los extremos de la naturaleza humana: la creación y la destrucción, el deseo y el castigo.
En contraste, Mia Goth se percibe más contenida. No necesita ser la estrella tampoco ni hacer de nuevo 'Pearl'. Aun siendo uno de los pilares narrativos, su personaje carece del desarrollo emocional que merecía. No es cuestión de protagonismo, sino de profundidad: Elizabeth parece definirse solo por su búsqueda del amor, y aunque sus diálogos son relevantes, el personaje no trasciende más allá de ellos.
Christoph Waltz, en cambio, ofrece una interpretación ajustada, sin excesos, y encaja perfectamente en el tono que propone Del Toro, incluso si su presencia recuerda a otros papeles previos.
Uno de los elementos más reconocibles del cine de Del Toro es su artesanía visual, y aquí vuelve a ser su sello. La ambientación y el vestuario son exquisitos: góticos, detallistas y coherentes con el tono moral de la historia. La escenografía recrea un universo entre lo humano y lo espectral, en el que cada objeto parece tener un propósito narrativo.
En cuanto a la fotografía, resulta menos impactante de lo que esperaba. No busca el virtuosismo de luces y contrastes extremos; apuesta por una estética más sobria, casi teatral, que prioriza la textura de los espacios sobre el espectáculo visual. Al menos, así lo percibo yo.
El maquillaje de la Criatura merece mención aparte: convincente, orgánico, aunque en planos cerrados se percibe más como un excelente trabajo de caracterización que como heridas verosímiles.
La música, por su parte, cumple su función narrativa sin destacar. No deja una melodía memorable, pero acompaña con precisión los estados de ánimo de cada escena.
El montaje, en cambio, es uno de los grandes aciertos. Sostiene el ritmo, evita la monotonía y marca con acierto las pausas necesarias entre los momentos de introspección y los de tensión dramática. Es ese equilibrio el que impide que la película se vuelva pesada.
Más allá de lo técnico, 'Frankenstein' funciona como una reflexión sobre la creación, la mortalidad y la moral científica. Del Toro plantea preguntas que resuenan más allá de la trama: ¿Hasta qué punto el hombre tiene derecho a desafiar la muerte? ¿Por qué vencer a la muerte? ¿Por qué no morir después de la vida?
La película no ofrece respuestas claras; se limita a colocar un espejo frente al espectador. Y en ese reflejo, lo más inquietante no es la Criatura, sino lo que vemos de nosotros mismos.
Frankenstein es una obra sólida, con un discurso filosófico claro y actuaciones memorables, aunque lastrado por cierta reiteración temática. No alcanza la maestría de otras películas de Del Toro, pero conserva su esencia: un equilibrio entre lo macabro y lo poético.
Su mayor mérito está en hacer tangible la paradoja del alma humana, en mostrar cómo el intento de vencer a la muerte revela, en realidad, nuestro miedo más profundo a vivir.
No la considero una obra maestra, pero sí una propuesta inteligente, reflexiva y visualmente coherente. En su intento por redefinir el mito, Del Toro logra lo más difícil: recordarnos que, a veces, el verdadero monstruo no es quien es creado, sino quien crea.