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    El valle oscuro
    Críticas
    2,5
    Regular
    El valle oscuro

    Como una vieja fotografía

    por Carlos Losilla

    ¿Está de moda otra vez el western? ¿Cuántas veces somos capaces de decir eso en el espacio de una década? ¿Somos los críticos animales tan simplones como para no dejar de repetir ese tipo de obviedades cada cierto tiempo? No tengo ni idea de cómo responder a la primera de esas preguntas, pero contestaría con un rotundo sí a la última de ellas y dudaría a la hora de cuantificar la respuesta a la segunda. Y sin embargo, es evidente que ciertas películas de estreno reciente, pero a la vez tan distintas, como la norteamericana La venganza de Jane, la francesa Mi hija, mi hermana o la árabe Lobo, tienen que ver de una manera u otra con el género. ¿Una puesta al día a costa del choque de civilizaciones que estamos viviendo, como diría Samuel Huntington? ¿O una metáfora de otros muchos conflictos, según los cuales eso que hemos venido en llamar “civilización” se ve puesto en peligro por un hipotético retorno a la “barbarie”?

    Sea como fuere, la producción austríaca El valle oscuro –nótese la procedencia de alguna de estas películas: lugares de los que hasta hace poco nunca nos hubiéramos atrevido a decir que podría surgir un western— incide de manera inquietante en la cuestión y nos propone otro modo de abordarla. Dirigida por Andreas Prochaska, ante todo realizador televisivo pero también responsable de las dos partes de Morirás en tres días (2006-2008), se trata de una historia que transcurre al mismo tiempo que el grueso de los westerns que en el mundo han sido pero en un espacio muy distinto: un lugar en la Centroeuropa de finales del siglo XIX o principios del XX al que accede un misterioso personaje, fotógrafo para más señas, que acaba enfrentándose a la familia de caciques que dominan al resto de la población. No diré ni cómo ni por qué, pues ello terminaría de hundir a una película tan frágil, pero sí que Prochaska empieza planteando un cúmulo de elementos en principio interesantes que, poco a poco, se sumergen en el más absoluto de los convencionalismos.

    Una voz over, perteneciente a una mujer joven que vivió la historia, nos la cuenta desde un hipotético futuro. Y esa letanía se mezcla con perspectivas dramáticas propias de la épica popular: un asunto horrendo ocurrido hace tiempo que gravita sobre la comunidad, un personaje venido de lejos que se inmiscuye silenciosamente en todo ello, un paisaje nevado y hostil que condiciona los hechos… Prochaska filma el conjunto en una gama de grises y blancos que alude a un universo mortecino, callado, que de algún modo debe despertar a la vida. A su vez, el forastero viene directamente del Oeste americano, con todo lo que ello supone tanto en cuanto a las imágenes que trae de allí (y que construyen de algún modo el marco mítico del relato) como en lo que se refiere a su excusa para residir en el valle, plasmarlo en fotografías que a la vez dejen constancia de la realidad y la amortajen, una metáfora perfecta para ese pueblo de zombis donde transcurre la acción. Pero este prometedor planteamiento termina, como decíamos, en agua de borrajas. ¿Qué sucede para que así sea?

    En un momento dado, el misterio que envuelve la trama, y que al inicio convierte la película en un objeto turbador, se desvanece por completo cuando Prochaska empieza a dar explicaciones, a construir flashbacks de extrema torpeza, a no querer dejar ningún cabo suelto. Entonces, lo que parecía una mezcla entre ciertas ficciones hollywoodienses, que irían desde las películas de John Ford a las de Clint Eastwood o M. Night Shyamalan, y determinada tradición germánica, que podría situarse entre los cuentos de Heinrich Von Kleist y el tradicional mal rollo austríaco (sería curioso ver qué hubiera hecho alguien como Ulrich Seidl con este material), se convierte en el relato de una venganza cuyos pormenores se reducen a unas cuantas escenas más bien repetitivas de emboscadas y tiroteos, como si la película ya no tuviera nada más que contar que su aburrido desenlace. Y cuando se impone la acción el misterio desaparece, los tópicos se apoderan de todo y solo nos queda el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Como esas viejas fotografías que resultan más interesantes por lo que sugieren que por lo que en realidad reflejan.

    A favor: Ese invierno que enmarca la trama y la condiciona estéticamente: el blanco del frío, el gris de los paisajes, el emborronado de los rostros.

    En contra: Un guión demasiado férreo, que ahoga cualquier posibilidad de que el asunto respire y resulte todo lo amenazador que quiere ser.

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