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    Frío en julio
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Frío en julio

    Atmósferas flotantes

    por Carlos Losilla

    Jim Mickle pertenece a la categoría de esos nuevos valores del cine americano que surgen de vez en cuando y que, en un principio, nadie sabe dónde situar. Eso está bien: la indefinición, la duda que provocan en el espectador. Ya no se puede hablar al respecto de serie B, pero sí de un modo de hacer que orbita alrededor de la gran industria sin terminar de incluirse en ella ni de invadir el territorio indie, por otra parte ya bastante desgastado. En este sentido, el cine fantástico, el thriller, el cine de terror y otros géneros bastardos llevan las de ganar. Y digo “bastardos” no porque sean la mezcla de muchas cosas, sino porque su condición social resulta siempre equívoca. En el caso de Mickle, sus películas son capaces de convocar tanto al moviegoer más sibarita como al cinéfilo más o menos exigente. No hay vocación intelectual explícita, pero tampoco deriva trash, ni ganas de sorprender al fan intransigente. Ese territorio intermedio lo ocupaban ya felizmente las películas anteriores de Mickle (Mulberry St., Vampiros del hampa, Somos lo que somos), una situación que Frío en julio lleva al límite: he aquí una propuesta que fuerza las fronteras del relato desde planteamientos en apariencia convencionales.

    En efecto, Frío en julio empieza como un thriller y se va decantando hacia territorios cada vez más insospechados. La primera escena es ejemplar, restallante: alguien invade el hogar de una familia norteamericana media, en un violento ataque nocturno, y el padre se obsesiona con el suceso. A partir de ahí surgen más personajes, más subtramas, y la narración serpentea como un río desbocado. Parece que se forma un trío de tipos dispuestos a todo, que buscan venganza, pero también paternidades ocultas, lazos deshechos por la vida. Hay algo de paródico en todo eso, también algo de mítico, y aparecen en el horizonte películas como Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, pero igualmente una cierta rama del horror rural que descendería de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) y llegaría hasta cierta veta que incluye siempre cabañas siniestras y bosques inquietantes. Por un lado, hay personajes que quieren llegar hasta el fin de sus actos, pero que tampoco poseen una psicología demasiado definida. Por otro, escenarios que se imponen por su rotundidad difusa, por un ambiente que llega hasta la platea y la invade con una cierta viscosidad. Del cruce de ambos salen escenas que se tensan y explotan en momentos salvajes, a veces inesperados.

    Frío en julio no es ese ejercicio posmoderno que se podría esperar de sus planteamientos. La película de Mickle apuesta fuerte y, finalmente, horada en cuestiones que están en la raíz de sus imágenes tensas y vibrantes: la violencia americana como algo que surge del subsuelo, la visión negra de las relaciones humanas que subyace en esa eternidad dormida que hierve como una marmita, el viaje a los orígenes (de los personajes, pero también de la cultura que los ha creado) como la única manera de extirpar el mal. Pues de eso se trata, de culpas ancestrales, de tensiones nunca resueltas, de tipos que han separado sus caminos sin saber que de nuevo van a cruzarse fatalmente. Y, en medio de todo ello, los grandes arquetipos de siempre, el universo que se desploma poco a poco, el clima que se hace irrespirable. Pero no hay progresión, ni demasiada intriga, pues todo flota en una atmósfera suspendida en la que vagan fantasmas de otro tiempo, como el personaje de Sam Shepard, que podría estar saliendo de una película de Clint Eastwood, o el de Don Johnson, que parece más cercano a Donald Siegel. En medio, Michael C. Hall cierra el círculo de tres protagonistas memorables con una composición estupefacta, que parece saberlo todo pero no entiende nada: como el espectador, conocedor de la tradición y, sin embargo, insólito explorador de unos senderos que a cada paso cambian de género, de tono, de registro, de intención, incluso de visión argumental. Frío en julio es una película que cambia nuestra percepción de lo que entendemos por “divagación” en materia cinematográfica: esa palabra ya no tiene ahora un sentido despectivo, sino que se convierte en la materia misma de lo que se nos cuenta. El cine, hoy por hoy, es así.

    A favor: El clima construye todo lo demás, como si se tratara de una pieza ambient en la que flotan personajes de otros tiempos.

    En contra: Al final nos damos cuenta de que le falta aún un poco de atrevimiento, pero que, igualmente, esas limitaciones forman parte del juego.

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