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    Boyhood (Momentos de una vida)
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Boyhood (Momentos de una vida)

    La vida y mucho más

    por Alejandro G.Calvo

    El punto de partida es de sobra conocido. Richard Linklater, uno de esos genios a los que tanto se ha tardado en reconocer –de hecho, aún estamos esperando que se vean por aquí las magníficas Bernie (2011) y Me and Orson Welles (2008)-, ofreció a un puñado de actores –encabezados por Patricia Arquette y Ethan Hawke- rodar una película a lo largo de doce años que siguiera el crecimiento de un chico (Ellar Coltrane, que aparecía brevemente en Fast Food Nation (2006)), desde su niñez –marcada por el divorcio de sus padres-  hasta el abandono del hogar para ir a la universidad. Un work in progress que debía, forzosamente, someterse a las posibles alteraciones que el tiempo efectuara sobre los integrantes en la obra, dando como resultado ya no solo una rara avis cinematográfica, sino una película única, tanto por su condición de nunca vista antes –Lars Von Trier quería hacer algo parecido pero el experimento fracasó al fallecer la actriz Katrin Cartlidge- como por ser el más triste y emotivo reflejo del tiempo (real) que se haya visto en la gran pantalla.

    Pero no querría llevar a engaños a nadie: la película no es triste porque su dramaturgia se acerque a la tragedia. Nada que ver. Boyhood es triste porque, no nos engañemos, la vida es triste; o, mejor dicho, el (paso del) tiempo convierte todas las vidas en un desgarro emocional del que es prácticamente imposible salvarse. Así Linklater, contradice a Heisenberg –el científico, obviamente- enmarcando la realidad (siempre desde la ficción) en su justo momento; poniendo en escena el devenir vital de un joven a lo largo de los años, afrontando como bien puede cada una de las etapas de la vida, más o menos, como todos los seres humanos adultos nos hemos visto obligados a hacer quisiéramos o no y sin que nadie nos preguntara lo que opinábamos al respecto –al menos, los que hemos sobrevivido a tan complicada experiencia-.  Y Linklater, que ya había experimentado con los juegos temporales y la huella indeleble del tiempo en la pareja protagonista de la trilogía iniciada con Antes de amanecer (1995), huyendo de todo artificio y con una narrativa de belleza balzaquiana, decide retratar las acciones renunciando a todo énfasis, a cualquier mínimo manierismo estético que se le pasara por la cabeza, dejando que la historia fluya con naturalidad, sin marcar las elipsis, sin constreñir la ficción, sin poner añadidos a un relato que, por la inteligencia y tenacidad de su director (y actores), acaba retratando la vida misma con dolorosa exactitud: sus alegrías, sus miserias, su melancolía y su redención final. Casi nada.

    Es cierto que Boyhood también podría haberse llamada “Parenthood”, dado que se retrata con la misma exactitud tanto la vida del hijo como la de los padres, con la diferencia que si el joven, al final de la cinta, se asoma a la cúspide de su despertar vital, el de los padres es un enfrentamiento al abismo que encierra tanto la soledad (madre) como la resignación (padre). Es en ellos en los que el paso del tiempo se ceba con la saña natural de quién abandona su juventud para afrontar una realidad tan pragmática como profundamente triste: qué queda de la vida cuando uno ya ha criado a sus hijos. La polaridad se invierte con la misma fluidez con la que vuelan las imágenes, no hay escapatoria posible, seguramente, porque tampoco la vida tiene salidas de emergencia sencillas.

    Y es que al final todo se reduce a eso: Boyhood  no es una película, sino un espejo que devuelve la mirada al espectador. Una obra que muestra la vida de otros para que entendamos cómo es en realidad nuestra propia vida. De esa forma Linklater coge el testigo de Marcel Proust, de Roberto Rossellini, de Yasujiro Ozu, de Bob Dylan y de tantos otros creadores que han sabido trabajar con el tiempo y la realidad en aras a crear obras artísticas que nos sobrevivan a todos y a todo. Esto, sin duda, es el triunfo del cine, su verdadero legado y también el más espectacular. Anda que no se han escrito páginas y páginas sobre la captación de lo real, la mirada natural y el esculpido del tiempo (y las que faltan por escribir, ¡universitarios alzaos!); todo para que venga el director de Movida del 76 (1993) y School of Rock (2003) –ambas películas generacionales, que huyen de la melancolía bien por la vía de la resignación, bien por la vía de la comedia- y les prenda fuego con esta impecable obra maestra, que habla más y mejor de todos nosotros que cualquier otra película hecha antes.

    A favor: Que en 2026 pueda llegar otra deliciosa (y devastadora) secuela.

    En contra: Sinceramente, no se me ocurre nada.

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