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    El ciudadano ilustre
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    El ciudadano ilustre

    Esta es su vida

    por Marcos Gandía

    Cuando, a principios de los años 80, la música de Mark Knofler nos hizo creer que la vuelta a las raíces, a la plácida tierra de la infancia, al sur de lo moderno, a las verdes praderas y la vida sencilla, era la mejor cura frente a la soberbia del urbanita y el egoísmo del yuppie, nos estaba engañando. Un tipo genial nos engañaba, como nos iban a tomar el pelo Bienvenidos al norte y todos los sucedáneos habidos y por haber que generó. En esos pequeños pueblos perdidos de la mano de Dios lo único que uno puede hallar es la razón de por qué salió de allí por patas.

    Eso le sucede al escritor (Óscar Martínez, nuevamente espléndido) anacoreta, orgulloso, cínico y (cómo no) en bache creativo que tras ganar el premio Nobel (y menospreciarlo desde su altivez de genio) acepta el homenaje que su localidad natal le tributa. Un ataque de nostalgia que da pie a una en apariencia comedia cuyos tonos oscuros van apoderándose del tono de una forma tan implacable como decididamente divertida. Como si este altivo escritor en crisis (un argentino exiliado en España, en un chalet barcelonés que recuerda a algún que otro colega suyo, peruano y con el Nobel también en su currículo) aterrizara en Marte, en un planeta lleno de extraterrestres, El ciudadano ilustre coquetea con viejos amores por/a recuperar, con juegos casi de western intelectual a costa de lo que es arte, para al final explotar de manera tan ridícula como cortante y contundente.

    Uno puede detectar en esta ácida sátira de costumbres trufada de personajes estrafalarios (el chófer que lleva al protagonista, el hijo del supuesto personaje de la novela, la grupi con ínfulas intelectuales, el alcalde…) un inesperado eco de una obra de culto dirigida por Ted Kotcheff en Australia en 1971: Despertar en el infierno. De esa calma chicha, rutinas plomizas, conversaciones que son diálogos de besugos y progresiva tensión trabajada a golpe de lingotazo de alcohol que Kotcheff hacía explotar en un clímax de violencia extrema (y slapstick), toma El ciudadano ilustre su estructura. La humillación del ilustre escritor a través de la descripción de un entorno miserable, borderline, de repetitivas situaciones y cutrez supina. Más cerca de El hombre de mimbre y el sacrificio ritual de provincias que de la amable y ya citada Un tipo genial de Bill Forsyth, la película es, además, una malvada vuelta de tuerca sobre el acto de escribir… porque ¿y si todo no es más que una novela en la cabeza –o el pecho- de su autor?

    A favor: el desfile de frikis y su camino hacia la tragedia esperpéntica.

    En contra: que el público no acabe de entrar en su humor raruno.

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