Sola contra todos
por Paula Arantzazu RuizSería cerrar los ojos no querer ver que en La librería, la última película de la catalana Isabel Coixet, hay una lectura que señala la sensación de ostracismo (político) que ha venido sufriendo la cineasta a causa del torbellino político de la zona. Es tan sólo una interpretación de las mil posibles, pero La librería, adaptación de la novela con la que Penelope Fitzgerald se quedó a las puertas del Booker en 1978, no deja de ser otra variación del mito de David contra Goliat –de alguien que parecer ser el débil enfrentándose a un sistema fortísimo y pétreo–, aunque aquí la leyenda se desarrolle entre libros de la editorial Penguin.
Bajo esa cuidada y detallista puesta en escena (el diseño de producción es sin duda uno de los grandes aciertos del largometraje), Coixet vuelve a presentarnos a una mujer aparentemente frágil, pero de carácter: a finales de los años 50, el sueño de Florence Green (Emily Mortimer) es abrir una librería en el pueblo costero de Inglaterra donde vive, y se ve atacado por la negativa de sus vecinos y por la oposición frontal de Violet Gamar (Patricia Clarkson en modo arpía), una aristócrata que ansía del local donde Green ha abierto su negocio.
Más allá de la estética preppy que baña toda la película y que parece cohesionar las decisiones de la cineasta, hay algunas cuestiones que desajustan bastante el resultado de La librería: para empezar, los préstamos estilísticos, a los que hay que sumar algunas líneas narrativas que se pierden por el camino y, especialmente, un epílogo disruptivo que pretende funcionar como corolario y parece más bien una reflexión gratuita.
A favor: El discreto encanto de la historia.
En contra: Que la estética de ‘té a las cinco’ intenta tapar algunos (y no son pocos) desajustes del relato.