Hay películas que, más allá de su historia, te atrapan por el ambiente que crean desde el primer fotograma. La nueva versión de Nosferatu de Robert Eggers es justo eso: una inmersión total en un mundo de sombras, humedad y supersticiones, donde el miedo no se grita, se respira. Aquí no hay prisas; cada plano está trabajado al milímetro, con una fotografía que parece pintada con luz de vela y una puesta en escena que te obliga a fijarte en cada detalle, incluso cuando preferirías apartar la mirada.
Eggers no se limita a homenajear el clásico de Murnau: lo reviste con una estética enfermiza y elegante al mismo tiempo, que se siente tan vieja como nueva. Bill Skarsgård encarna a un Conde Orlok inquietante, viscoso, casi hipnótico, mientras Lily-Rose Depp aporta un contrapunto de fragilidad y fuerza que eleva el relato. No es la típica historia de Drácula que hemos visto una y otra vez; aquí el terror se mezcla con un subtexto sobre poder, corrupción y deseo que se arrastra como una niebla pesada.
La ambientación es impecable: aldeas empapadas de superstición, pasillos interminables y un aire malsano que recuerda a los terrores más primitivos del cine. La música y el diseño sonoro juegan un papel fundamental, reforzando esa sensación de amenaza que nunca desaparece. No hay sustos baratos; el miedo crece poco a poco, como si la película te fuera cerrando la puerta detrás sin que lo notes.
Puede que a algunos les parezca demasiado respetuosa con el material original y poco arriesgada en ciertos tramos, pero lo cierto es que su fuerza no reside en reinventar la historia, sino en hacerla sentir viva otra vez. Es un viaje que no se apoya en el ritmo acelerado del terror actual, sino en la construcción paciente de un clima que te deja clavado en la butaca.
En un panorama saturado de reinterpretaciones modernas y sustos prefabricados, esta Nosferatu se siente como un acto de resistencia: cine de terror artesanal, pensado para ser contemplado y temido a partes iguales. Cuando llega el plano final, con esa mezcla de belleza y repulsión, queda claro que Eggers no ha hecho un simple remake: ha tejido una pesadilla que, como el propio vampiro, se te queda pegada a la piel mucho después de que termine.