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    Roma
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Roma

    Mujer estrellándose en la playa

    por Alejandro G.Calvo

    Qué extraña y, a la vez, bellísima película es Roma. Digo extraña porque, y así me lo quito de en medio, muy pocas veces en la Historia del cine la representación de lo doméstico, de lo íntimo si se prefiere, ha venido con una puesta en escena tan radicalmente grandilocuente Desde la dureza del neorrealismo italiano y el verismo radical de las películas de Satyajit Ray a la caligrafía minimalista de Yasujiro Ozo o los bordados elásticos de Hou Hsiao-hsien, cineastas de alta estirpe han buscado conferir lo poético dentro de lo humano haciendo de la forma, fondo, y viceversa. De ahí que la conjugación de estilizados planos secuencia, asombrosos travellings, pluscuamperfectas panorámicas (donde cada detalle del plano tiene una nitidez absorbente) y exquisitos planos-detalle, de los que hace gala Roma, se presenten como un léxico cinematográfico ciertamente radical a la hora de retratar el, sin duda, emocionante drama humano que recorre la cinta. Por eso, antes de pensar que el film de Cuarón es algo así como buscar Gravity (2013) en el interior de un hogar mexicano a principios de los 70, viéndola pensaba que parecía una película de Pier Paolo Pasolini dirigida por Federico Fellini: un retrato del lumpen indígena al servicio de la coreografía cinemática y el deleite audiovisual.

    La extrema belleza de Roma, sin embargo, acaba surgiendo plano a plano y secuencia a secuencia (a veces, son lo mismo). Y convence por ambos lados. Primero, porque la historia  de desamor, de mujeres abandonadas, de una ciudad (un país) en convulsión, de un cine como válvula de escape, de como la tragedia te puede masacrar en canal y de como la redención siempre acaba por encontrarse en una playa, acaba por calar en el espectador sin tomar ningún tipo de prisionero. Y segundo porque la puesta en escena, que tan pronto conjuga secuencias acojonantes (con perdón) como la del fuego en el bosque -entre Andrei Rublev (1966) y Giulietta de los espíritus (1965)- como bailes panorámicos donde la profundidad de campo desafía a Orson Welles -la secuencia en la tienda de muebles, los niños corriendo en el huerto-, acaba tumbando la mirada del amante del cine por knock-out (nunca me ha gustado el término cinéfilo, que parece que hable de gente que copule con películas). 

    Roma, que es “Amor” si se lee de fin a principio, en definitiva, es capaz de hablar del dolor y del amor, de la tragedia y de la redención, de lo minúsculo y lo épico, con tanto pudor en lo narrativo como chulería en lo estético. Y que de esa combinación imposible haya salido una película tan soberbia es un triunfo absoluto de su director (que también firma la fotografía). Por todo ello a mí no me toca más que rendirme ante ella y reconocerle su absoluta condición de película cumbre.

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