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    Licorice Pizza
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Licorice Pizza

    Jarabe de felicidad

    por Alejandro G.Calvo

     Pocas cosas me hacen más feliz en la vida, y Licorice Pizza no ha sido la excepción, que meterme en un cine y ver en la pantalla “Escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson (PTA)”. De los nueve largometrajes que lleva realizados el director de El hilo invisible (2017), él se ha hecho cargo de todos los guiones, prácticamente todos originales, excepto Pozos de ambición (2007) -novela de Upton Sinclair- y Puro vicio (2014) -novela de Thomas Pynchon-.

    En Licorice Pizza, además, PTA produce y co-dirige la fotografía junto a Michael Bauman. Y hay que decir que tanto para gran parte del elenco y el equipo este es su primer largometraje: tanto Bauman como Andy Jurgenson (montador habitual de los videoclips que PTA ha hecho para bandas y artistas como Radiohead, Fiona Apple, Joanna Newsom o las propias HAIM) y también sus dos protagonistas principales: Alana Haim (Alana) y Cooper Hoffman (Gary) -hijo del fallecido, y actor fetiche de PTA, Phillip Seymour Hoffman-. Y con ello tiene que ver también buena parte de la frescura, la alegría de vivir y sufrir, el tremendo mojo en general que transmite la película, seguro que también viene influido por ese inusitado carácter feliz que contagia la obra.

    Licorice Pizza nos sumerge en el verano de 1973 en el Valle de San Fernando (California) para contarnos la historia de amor y desamor entre Gary y Alana. Dos niños grandes (ella mayor que él) a punto de perder la inocencia de la juventud aunque en sí mismos poseen una madurez inusitada para sus edades. Y recuerda un poco a lo que hacía Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood (2019) por la forma en la que el cineasta pretende recrear un tiempo y un lugar concreto a través de una mirada que, de tan romántica, acaba por trampear los hechos reales.

    En PTA, aunque todo es ficción (con un punto de autobiografía, aunque esta sea una autobiografía de su mirada), también existe esa voluntad de recordar/recrear una historia imaginada/inventada a partir de momentos escogidos de la misma. Es decir, lo que vemos en Licorice Pizza son fragmentos escogidos de una historia donde todo lo accesorio está suprimido, probablemente, porque cuando PTA deposita su mirada en un hecho concreto, por ínfimo que sea, ya lo convierte en importante, dada la gran belleza y hendidura dramática que posee cada uno de los elementos que conforman la obra.

    Rodada en Cinemascope y 35mm, la última película de PTA conectaría por afinidad genérica con la mayúscula (todas lo son, pero bueno) Punch-drunk love (2002) o la comedia romántica lleva a su extrema unción a través de un seguido de set pieces donde bailan los géneros y las emociones por igual.

    De hecho Licorice Pizza tiene la maravillosa cualidad de ser un film que siempre está a punto de convertise en otra película: cuando detienen al protagonista, la secuencia en el bar con Sean Penn haciendo de un trasunto de William Holden o, la más bestia de todas, en el encuentro con Jon Peters (Bradley Cooper), el productor cinematográfico prototipo de heterosexual bocazas y chulesco que nos conduce hacia lo risible y lo patético a través de una violencia contenida que se mantiene como una amenaza constante (yo lo llamo el momento El salario del miedo (1953), camión incluido, de Licorice Pizza)... y, sin embargo, siempre acaba reconduciéndose hacia esa historia de amor que, sin acabar nunca de cristalizar, no deja de estar presente en todos y cada uno de los momentos de la película.

    Cineasta puente entre el clasicismo que ya era moderno en su época (Orson Welles, Nicholas Ray, Martin Scorsese, Robert Altman) y la posmodernidad de quién se ha educado con toneladas de cine clásico (Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick, F.W. Murnau), PTA llena de imágenes líquidas marca de la casa -esos planos secuencia deliciosos donde tenemos en foco tanto la screwball comedy que viven los protagonistas como, a su alrededor y cruzándose con ellos, multitud de personajes que parecen esconder riquísimas historias propias (ese John C. Reilly transmutado en Herman Munster)- calculando al más mínimo detalle cada delicada pieza emocional que conforma su obra.

     Una de las cosas más increíbles del cineasta es como logra controlar cada elemento vital de su estética dejando que la película se someta a todo tipo de momentos ligados al azar (al menos, eso es lo que dice el director de The Master cuando cuenta cómo es su método de trabajo).

    ¿Cómo sería American Graffiti (1973) de George Lucas si la hubiera dirigido el corazón sensible y anómalo de Hal Ashby? Licorice Pizza sería una buena respuesta a esta pregunta. Una película tocada por la genialidad de alguien que sabe inventarla sin mayor esfuerzo, con dos protagonistas maravillosos, en el otro extremo de la belleza y el glamour que se le presuponen a las estrellas de Hollywood, y ofreciéndonos un puñado de historias deliciosas que son como segmentos de algo más grande que nunca llegaremos a abrazar del todo. Parece una película pequeña y, en realidad, esto es algo gigante. Larga vida a PTA.

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