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    Día de lluvia en Nueva York
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Día de lluvia en Nueva York

    Últimas tardes con Woody

    por Marcos Gandía

    En Confidencias (1974), la penúltima película de Luchino Visconti, el personaje del viejo profesor interpretado por Burt Lancaster era el silencioso y reflexivo testigo de las idas y venidas de una serie de jóvenes que creían estar comiéndose el mundo (y con él a los dinosaurios de las generaciones anteriores), cuando en realidad estaban perdidos y demostraban ser más vetustos que sus padres y abuelos. Recibida con uñas por la crítica (joven, antropófaga y ansiosa de acabar con el antiguo régimen), Confidencias ha quedado como una triste mirada con respecto al arte, al artista en su ocaso y al cine como un medio que, irremediablemente, aplaudirá la novedad y arrinconará lo clásico. 

    La recepción a Día de lluvia en Nueva York está por ver, y se verá en Europa, España (refugio de Woody Allen, quien ha rodado su último trabajo aquí, con producción nacional) en primer lugar. Eso será por el demencial y fascista boicot que ciertos movimientos totalitarios y parte de Hollywood han hecho al guionista y director estadounidense en la persona de este film hecho para Amazon. Caza de brujas que se nota en las películas que hemos visto de Allen en los últimos años, y que se nota tangencialmente en estas historias cruzadas de amor y desamor impregnadas no de la lluvia, sino de la perplejidad de un Allen que, como aquel Burt Lancaster de Confidencias, no entiende los tiempos modernos, ni a los desnortados jovenzuelos que repiten los errores de unos mayores a quienes desprecian, seguramente menos que Timothée Chalamet, el protagonista del film y el primero que inició el boicot a éste y a Allen.

    Es Día de lluvia en Nueva York amarga, melancólica. También bastante descuidada formalmente, como si tanto ir y venir, tanta cita cinéfila y literaria (¡Ortega y Gasset!) y tanto rencor (o resignación) hicieran mella en un autor que cuando era minimalista era brillante visualmente. Sin embargo, queda esa media hora que cierra la película, la secuencia de la confesión de la madre (los adultos saben) y la extraña sensación de que en realidad Woody Allen está aquí despidiéndose de Nueva York, de su cine neoyorquino, con el dolor y la inteligencia con la que otros antes que él tuvieron que hacerlo, como Roman Polanski o como Charles Chaplin, asimismo exiliados de un mundo que ya no entienden.

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