Acabo tan indiferente como al empezarla.
'The Smashing Machine' es, ante todo, un despliegue de virtuosismo técnico. Cada elemento parece cuidadosamente calibrado: el montaje destaca por su precisión y ritmo, el guion mantiene una estructura firme y bien articulada, y los diálogos se sienten naturales, medidos con un oído atento al tono y al momento. Es una de esas producciones que se disfrutan tanto por su acabado formal como por la sensación de equilibrio que transmite en cada plano.
Las interpretaciones son otro de sus grandes logros. Dwayne Johnson ofrece una actuación contenida y sorprendentemente introspectiva, alejándose del registro físico y carismático al que nos tiene acostumbrados. Emily Blunt, por su parte, aporta una presencia serena y emocionalmente matizada. Juntos proyectan una química indiscutible, tan potente que traspasa la pantalla incluso en los pasajes donde la naturaleza de su relación podría haber limitado esa conexión.
No todo, sin embargo, resulta igual de afinado. La banda sonora, aunque bien compuesta y coherente con la atmósfera del film, termina por imponerse demasiado. Su reiteración constante fatiga al oído, restándole espacio al silencio y a la respiración natural de las escenas.
En cuanto a la historia, no alcanza la profundidad emocional que su envoltorio promete. No es que carezca de interés, pero el relato no logra involucrar tanto como debería. Es fácil admirar la película por su ejecución, su ritmo y su acabado visual, pero cuesta implicarse con lo que cuenta. Uno acaba viéndola más por cómo está hecha que por lo que logra hacer sentir.
En definitiva, 'The Smashing Machine' es una obra impecable en su forma y en sus interpretaciones, un ejemplo de cine trabajado con rigor y estilo. Pero también una de esas películas que se respetan más de lo que se sienten: una experiencia brillante en lo técnico, algo más distante en lo humano.