Hay películas que no se ven, se sienten. Aftersun es una de ellas. A través de un verano aparentemente tranquilo, Charlotte Wells logra capturar la distancia invisible entre un padre y una hija, esa mezcla de amor, incomprensión y melancolía que solo el tiempo revela. Es una historia mínima en apariencia, pero tan cargada de emoción que duele.
Paul Mescal está sencillamente inmenso. No necesita grandes gestos para transmitir la fragilidad de un hombre que intenta ser feliz, aunque por dentro se esté desmoronando. En su mirada hay cansancio, ternura y un peso que el espectador percibe sin que nadie lo diga. Frankie Corio, por su parte, brilla con una naturalidad que desarma: sus risas, sus silencios y su forma de observar al padre son pura verdad.
La película se construye a base de recuerdos, como si Sophie adulta intentara recomponer aquel verano con la distancia del tiempo. Lo que vemos son fragmentos, destellos de una memoria que se niega a desaparecer. Y entre esas piezas sueltas, surge algo mucho más grande: el amor. Un amor real, imperfecto, que se siente en ese abrazo bajo “Under Pressure”, en la mirada del aeropuerto, en todo lo que no se dice.
Wells demuestra una sensibilidad poco común. Su dirección es contenida, íntima, y cada decisión —la textura de las imágenes, la música, los silencios— parece elegida con el corazón. No hay artificio, solo la verdad de dos personas que se aman y no saben cómo salvarse mutuamente. Es una película que no grita, pero te deja roto por dentro.
Aftersun no da respuestas, ni falta que hace. Su fuerza está en lo que evoca, en cómo nos obliga a pensar en nuestros propios recuerdos, en los momentos que tal vez no supimos valorar. Es cine que se queda contigo mucho después de que se apagan las luces. Melancólica, hermosa y devastadora, una de esas películas que no solo se recuerdan, sino que se sienten como un eco en el pecho.