Una batalla tras otra es exactamente eso: un no parar. A los diez minutos ya sabes que aquí no va a haber respiro, ni escenas de relleno, ni discursos solemnes para explicarte nada. Es ruido, tensión, humo, persecuciones, gritos, decisiones mal tomadas… y tú en medio, con el corazón acelerado. Hay películas largas que agotan; esta, siendo igual de larga, te deja más bien aturdido, como cuando sales de un concierto demasiado cerca de los altavoces.
Leonardo DiCaprio está en modo torpón total, y me encanta que le dejen ser así. Es un protagonista que se equivoca, duda, se tropieza, se deja arrastrar, y eso lo hace mucho más humano que otros héroes de acción “perfectos”. Sean Penn, en cambio, es directamente odioso. No solo como personaje: cada vez que aparece en pantalla sube el nivel de rabia. De esos tipos que con dos frases ya quieres que alguien le pare los pies, y aun así no puedes dejar de mirarle. PTA sabe muy bien cómo exprimir esa energía.
Y luego está Chase Infinity, que es un robo de planos constante. Cada vez que sale, la película se recoloca alrededor de ella. Tiene presencia, tiene mirada, tiene mala leche cuando toca y fragilidad cuando hace falta. Se nota que hay futuro ahí, mucho. Sin necesidad de grandes discursos ni escenas “para el Oscar”: simplemente está, y llena la pantalla. Es de esos descubrimientos que apuntas mentalmente porque sabes que la vas a volver a ver en cosas importantes.
Visualmente es una locura bien controlada. Anderson juega con el formato grande, con la música, con el sonido y con el montaje como si todo fuera un instrumento más. Hay momentos en los que la película parece desbordarse, como si se le fuera de las manos, pero siempre encuentra una forma de reconducir el caos y convertirlo en algo muy físico: notas el cansancio, la violencia, la paranoia, incluso cuando no entiendes del todo todos los movimientos políticos de fondo. Y sinceramente, no hace falta entenderlo todo para sentirlo.
¿Tiene excesos? Claro. A veces parece que quiere decir mil cosas a la vez y se emborracha un poco de su propia intensidad. Pero, al menos para mí, el balance cae claramente del lado bueno: es de esas pelis que se viven más que se analizan. Sales del cine con las piernas medio flojas, enfadado con el mundo, con un par de imágenes clavadas y con la sensación de haber visto algo grande, imperfecto, pero muy vivo.
Y en medio de todo ese caos, siempre queda ese amor frágil, testarudo, que une a un padre y a su hija.