Cuando unen esfuerzos creativos dos talentos de la talla de Tennessee (seguro que puse una consonante de menos) Williams y Sidney Lumet el resultado, como no podía se de otra forma, está más que asegurado, y puede apostarse una buena cantidad a la ruleta del buen cine. Si a ello se añaden las descomunales interpretaciones de Marlon Brando, Anna Magnani y Joanne Woodward, bueno, entonces ya podemos comenzar a pensar en obra maestra o algo que se le aproxime. Yo no llegaría a escalar tales cotas, pero sin duda estaríamos hablando de una de las obras más considerables del recientemente desaparecido maestro, que cuenta con una poderosa fotografía en blanco y negro, y una puesta en escena sobria, seca, cortante, a la medida de un texto áspero que hurga sin contemplaciones en las zonas más oscuras y escabrosas del género humano, un género, por cierto, que merecería la pena transformar de cabo a rabo. Sin alardes pero haciendo buen uso de potentes obuses simbólicos (la piel abandonada, el vuelo continuo, la huida de uno mismo y la confrontación con el destino, por citar solo algunos significativos ejemplos), Lumet bombardea una realidad crispada por la violencia y los prejuicios para hacerla estallar no como una supernova sino más bien como un agujero negro que acabaría por engullir cualquier atisbo de luz o esperanza. Brando y una excepcional Anna Magnani protagonizan una terrible historia de amor sustentada sobre el odio, la necesidad desesperada de afecto y la posibilidad de la venganza, terminando en una tragedia que por previsible o anunciada no resulta menos impactante y conmovedora. Sírvanos además el disfrute de esta cinta para recuperar alguna otra joya filmada por este singular cineasta, caso de las extraordinarias “El prestamista” y “La ofensa”, historias ambas muy oscuras, densas, descarnadas y profundamente perturbadoras. Lumet, siempre grande.