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    La vida de Pi
    Críticas
    3,5
    Buena
    La vida de Pi

    New Age hiperglobal

    por Paula Arantzazu Ruiz

    James Cameron no se equivocaba cuando para poner en marcha toda la maquinaria del 3D contemporáneo en su Avatar apostaba por una historia new age: la tridimensionalidad de la imagen no se apreciaba tanto en la montaña rusa de las escenas de acción, sino cuando representaba la espiritualidad de los na'vi, en el fluido fluorescente de sus espíritus traspasando la pantalla, en esa idea de conectividad neuronal que, como si de un líquido fuera, trataba de expandirse más allá de la tela blanca. Con algo más de elegancia, lo líquido, el agua, también es la materia sobre la que está construida la adaptación cinematográfica de La vida de Pi, la popularísima novela de Yann Martel, a cargo del taiwanés Ang Lee; otro relato new age, en este caso, con la religión como objeto de reflexión y, en última instancia, tema que a Martel y a Lee les sirve para hablar del poder del relato y de la necesidad de la imaginación para la supervivencia humana. Pi se pierde en una eternidad de agua, pero está escrito en su nombre que así sea. Pi, Piscine, lleva grabado lo líquido en su destino y por eso también se pierde en lo más profundo de su imaginación.

    Ang Lee ya se había atrevido con el género del wuxia y con un western de vaqueros gays, con lo que decir que esta historia sobre un humano y un tigre compartiendo un bote era un reto casi parece ridículo. Según palabras del cineasta de Taiwan, su intención era conseguir de una cinta de arte y ensayo un trabajo para todos los públicos, sea cuál fuera el lugar de origen. Las palabras de Lee son unas magníficas declaraciones de cara a promocionar la película, pero lo cierto es que ni dinero le faltaba (100 millones de dólares) ni una historia que ya había sido celebrada en todo el mundo. En esas declaraciones sí que hay una gran verdad encerrada: si algo ha conseguido el Ang Lee es el haber realizado una historia hiperglobal, no lhabrá sido la primera pero sí una con una ambición muy destacable. Y no sólo porque el largometraje sigue a un joven hindú que viaja hacia Canadá en un barco japonés y acaba en la costa mexicana 227 días después de sufrir un terrible naufragio. A ello, además, hay que sumarle el carácter trasnacional de la producción: Taiwán, India, Estados Unidos se dan la mano en una cinta filmada en su mayoría sobre una pantalla verde. ¿El cine del futuro o más bien el del presente?

    Y está el tigre, claro. Además del agua, de lo líquido, del mar y de la idea de no-lugar, está la representación del tigre. ¿Cómo filmar, pues, a un humano compartiendo un bote con un gran felino? El planteamiento no tiene mucho que ver con la planificación de la escena de un Hitchcock, por poner un ejemplo magistral, pero Ang Lee se defiende bastante bien. A diferencia de la novela, en la que Martel otorga misma relevancia a las tres partes que la componen, Lee potencia el segundo tramo del relato (la historia del naufragio de Pi junto al tigre, cebra, orangután y hiena) y, mediante la alternancia de escenas íntimas con la grandilocuencia del espectáculo digital, el ritmo del filme no sólo no decae, sino que consigue tocar los resortes que quiere alcanzar: si el espectador no se emociona con el primerísimo primer plano en 3D del tigre famélico siendo acariciado por las manos de un Pi desesperado, no tiene sangre en las venas. Chascarrillos aparte, el taiwanés y su equipo logran exprimir al máximo las posibilidades del lenguaje de píxeles, sea para rozar el naturalismo de la imagen (el tigre), sea para dar rienda suelta a las locuras de la fantasía. Y con ello, parece que quieran reforzar la misma tesis del libro: no hay nada más importante, necesario y maravilloso para el ser humano que la imaginación.

    A favor: El tigre

    En contra: La película no incorpora de manera cohesionada la reflexión sobre lo religioso que aparece en la novela.

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