La historia arranca con una fuerza sutil: una abuela implacable dispuesta a todo por descubrir qué ocurrió con su nieta Verónica. Lo cierto es que, aunque no revoluciona el género, la serie consigue enganchar gracias a una atmósfera tensa y unos giros que sorprenden.
El trío protagonista —Kiti Mánver, Álvaro Morte y Hovik Keuchkerian— sostiene buena parte del pulso dramático. Mánver, en concreto, está extraordinaria: transmite dolor, determinación y una rabia contenida que no se desborda, sino que aflora con precisión. Morte añade intensidad con un personaje atormentado, mientras que Keuchkerian equilibra con una interpretación sobria y firme. Y Nadia Vilaplana, como Verónica, aporta juventud y autenticidad; su presencia ilumina brevemente la pantalla, pero deja huella.
El ritmo es ágil, directo, sin escenas superfluas. La ambientación, entre paisajes que contrastan belleza y oscuridad, refuerza la sensación de misterio y amenaza constante. A ratos quizá se estire alguna secuencia más de lo necesario, pero nunca lo suficiente como para romper la tensión.
Los giros de guion, aunque previsibles en algunos momentos, funcionan, y lo mejor es el trasfondo: una reflexión incómoda sobre cómo la justicia se transforma en venganza. La serie no busca moralizar, sino mostrar el coste que tiene el dolor cuando consume por dentro.
En definitiva, Dos tumbas no reinventa el thriller, pero lo cumple con eficacia y sello propio. Lo mejor es su reparto —delicado, potente y creíble— y una historia que retiene desde el primer episodio hasta el cierre.