Daredevil fue, desde su estreno, una de las grandes apuestas de Marvel y Netflix, y con el paso de las temporadas no solo ha mantenido el nivel, sino que lo ha superado. Oscura, elegante y brutal, esta serie tiene algo que muy pocas del género consiguen: alma. Su primera temporada fue todo un impacto, la segunda se atrevió a complicar el mapa con Punisher y Elektra, pero es en la tercera donde brilla con fuerza propia. El regreso de Wilson Fisk —el imponente Kingpin— convierte cada episodio en una partida de ajedrez tan tensa como apasionante.
Charlie Cox sigue siendo el Daredevil perfecto. Le da al personaje esa mezcla justa de dolor, determinación y fe en la justicia. Pero quien se lleva buena parte del mérito es Vincent D’Onofrio. Su Kingpin es una bestia controlada, un villano que no necesita levantar la voz para imponerse, y cuya mirada ya da escalofríos. Desde el primer momento deseas que alguien lo pare, que algo le salga mal. Eso no se logra con efectos especiales, sino con talento.
Narrativamente, la serie recupera ese tono introspectivo y casi espiritual que hacía tan especial la primera temporada. Aquí no todo es acción (aunque las escenas de peleas, como siempre, están coreografiadas con una precisión y una crudeza envidiables), sino que también hay espacio para las dudas, las caídas y las decisiones morales difíciles. El conflicto interior de Matt Murdock es más profundo que nunca, y eso enriquece todo lo demás.
En esta tercera temporada, además, se introducen personajes nuevos que aportan y no estorban. La trama fluye sin distracciones, sin esos elementos superfluos que a veces arruinan otras series de superhéroes. Todo va hacia un mismo punto, todo tiene sentido. Y eso se agradece.
Puede que no sea una serie perfecta, pero tiene claro lo que quiere contar y cómo contarlo. Es adulta, valiente, y no se conforma con repetir fórmulas. Es, sin duda, una de las mejores adaptaciones que ha hecho Marvel en televisión. Una que no solo entretiene, sino que deja huella.