La amiga estupenda es una de esas series que te atrapan sin grandes artificios, simplemente por la fuerza de sus personajes y la profundidad con la que retrata la vida. Es difícil entender cómo pude pasar tanto tiempo sin verla. Desde el primer episodio, queda claro que estamos ante algo especial: una historia que no necesita giros forzados ni ritmo acelerado, porque todo su poder está en la verdad con la que muestra las emociones.
Lila y Elena son el corazón de la serie. Dos mujeres unidas por una amistad compleja, llena de amor, celos, admiración y distancia. Sus vidas se entrelazan como dos líneas que a veces se rozan y otras se separan, pero nunca dejan de influirse. Lila, intensa, indomable, magnética. Elena, más contenida, observadora, pero igualmente fuerte. Juntas representan la lucha por escapar de un entorno que las limita y las define al mismo tiempo.
La ambientación es sublime: el Nápoles de posguerra, su pobreza, su violencia y su belleza. Todo está rodado con una delicadeza que roza la poesía. La música de Max Richter, la fotografía, el ritmo pausado… cada elemento encaja a la perfección en un conjunto que respira autenticidad.
Lo que más impresiona es cómo la serie consigue captar el paso del tiempo, no solo en los personajes, sino también en las emociones. Vemos cómo cambian, cómo se hieren y se necesitan, cómo intentan construirse a sí mismas en un mundo que siempre les pone límites. Y ahí reside su grandeza: en la forma en que lo cotidiano se convierte en épico.
La amiga estupenda no es solo una adaptación fiel de Elena Ferrante. Es una obra que se sostiene por sí misma, que emociona, que duele y que deja huella. Una serie sobre la identidad, la clase, la educación y, sobre todo, sobre la amistad en su forma más cruda y verdadera.
Se merece un 10, por su honestidad, su sensibilidad y la manera en que convierte lo íntimo en universal.