Black Summer no es una serie de zombis más. Es una pesadilla en movimiento. Desde sus primeros minutos, con esa huida desesperada en medio del caos, queda claro que aquí no hay lugar para respirar ni para las pausas melancólicas. Aquí todo es supervivencia, puro instinto. Si The Walking Dead apostaba por el drama, las conversaciones larguísimas y los dilemas morales repetidos, Black Summer va a lo esencial: correr, esconderse, sufrir y seguir con vida.
La cámara te mete dentro, literalmente. No hay apenas música, y eso multiplica la tensión. No hay explicaciones, ni grandes discursos, ni personajes que sientas "seguros" durante más de dos minutos. La amenaza es constante. Y no solo por los zombis, que aquí son veloces, incansables, implacables —de los que dan miedo de verdad—, sino por los humanos, que muchas veces resultan incluso peores. No hay buenos ni malos, solo gente que hace lo que puede para no morir hoy.
Episodios como el del hotel, o aquel plano secuencia interminable con la chica en la calle, son auténticas lecciones de cómo construir angustia con muy poco. El uso del silencio, los espacios vacíos, los planos largos... todo está diseñado para que el espectador se retuerza en el sofá. Y funciona. Vaya si funciona.
No tiene la épica de otras series del género, ni lo necesita. Su crudeza, su ritmo y su capacidad para generar miedo real la convierten en una experiencia mucho más intensa y aterradora que la mayoría de lo que se ha hecho en los últimos años. Es, junto a Seinfeld y The Umbrella Academy, una de las series que más me ha marcado. Brutal, directa, sin concesiones. Como debería ser el apocalipsis.