La producción de Netflix sobre Simón Bolívar no es más que otra pieza del engranaje cultural que perpetúa la leyenda negra contra España, convenientemente revestida de romanticismo barato y heroísmo de cartón. Su mediocridad no reside únicamente en el guion plano, la superficialidad de los personajes o la estética de telenovela, sino en algo mucho más grave: en su vocación de propaganda, fabricada para encajar en el relato que desde hace siglos difunden Francia y Gran Bretaña sobre la historia de Hispanoamérica.
En lugar de presentar al Bolívar real —un hombre contradictorio, de carne y hueso, con grandezas y miserias, con ambiciones y fracasos— nos ofrecen una caricatura: el libertador mesiánico, el semidiós laico que lucha contra un imperio cruel y decadente. Esa construcción es profundamente tramposa, porque oculta lo esencial: que el Imperio español en América no era una tiranía extractiva al estilo colonial británico o francés, sino un entramado jurídico, religioso y cultural que integraba pueblos, derechos y territorios durante más de tres siglos.
La serie pasa por alto, de manera deliberada, que las independencias no fueron gestas populares espontáneas, sino procesos impulsados por élites criollas que, en su mayoría, preferían abrir sus puertos al libre comercio británico antes que mantener la lealtad a la Corona. Inglaterra —el verdadero beneficiario de la independencia— aparece blanqueada, mientras España es retratada como verdugo. Es la vieja estrategia: los mismos que sembraron hambrunas en Irlanda, los que traficaban con esclavos africanos, los que depredaron India y China, ahora se disfrazan de amigos de la libertad americana. Y Netflix, obediente al guion cultural de siempre, compra esa versión sin pestañear.
Lo más insultante es la omisión de la tragedia posterior. El espectador sale de la serie convencido de que Bolívar fundó democracias sólidas, cuando la realidad fue otra: guerras civiles interminables, balcanización, caudillismos y dictaduras que convirtieron en ruinas el sueño de la Gran Colombia. El propio Bolívar murió desengañado, confesando que había “arado en el mar”. Pero ese Bolívar real, humano, arrepentido y finalmente reconciliado con el catolicismo, no interesa mostrarlo: rompe el mito progresista y pone en entredicho la narrativa prefabricada.
La serie Bolívar es, en suma, un producto cultural de baja calidad y alta carga ideológica. Sirve para reafirmar clichés, no para comprender la historia. Confirma la frase de Nicolás Gómez Dávila: “El demócrata no venera la verdad, sino la opinión pública”. Aquí no se ha buscado la verdad histórica, sino la validación del prejuicio.
Frente a estas ficciones mediocres, conviene recordar que nuestra historia hispánica es demasiado grande y demasiado compleja para ser reducida a un guion de Netflix.