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    Una historia de locos
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Una historia de locos

    A vueltas con la cuestión armenia

    por Carlos Losilla

    El cine de Robert Guédiguian siempre tiene que ver con una cierta épica: de una ciudad como Marsella, de sus barrios, de las gentes humildes que los pueblan, de los viejos revolucionarios que aún añoran las “nieves del Kilimanjaro”, como rezaba el título de su penúltima película. A la vez, sin embargo, esa poética a la que aspira nunca se ha podido plasmar en plenitud, sobre todo por culpa de una puesta en escena a menudo anémica, que suele confundir la sobriedad con el academicismo. Pues bien, Una historia de locos muestra todo eso con diáfana claridad: quizá su película más novelesca, una de las que abarca más épocas y tiempos en su relato, también está entre sus propuestas más titubeantes y desequilibradas –por otro lado dos características mayores de su cine--, más mecánicas y predecibles.

    No debe de ser ajeno a ello el hecho de que aquí se haya inspirado en el libro autobiográfico de José Antonio Gurriaran y su experiencia con el conflicto armenio, sobre todo desde que fue víctima azarosa de un atentado terrorista. No es la primera vez que Guédiguian recurre a este motivo, y no debe de ser ajeno a ello el origen étnico de su esposa y musa, Ariane Ascaride: ya Le Voyage en Arménie (2006), sin ir más lejos, recurría a esa inspiración mítica, la tierra todavía prometida para muchos y, por otro lado, una de las últimas utopías de una determinada izquierda que a su vez la obligó a enfrentarse con una de sus mayores contradicciones, a saber, el debate sobre la lucha armada y el terrorismo. Y es en Una historia de locos donde desarrolla a placer ese embrollo histórico y político, no sin caer en una indeterminación que no beneficia en nada a la película. La historia de Aram, el joven marsellés de origen armenio que acaba enrolado en una organización terrorista para la liberación de su tierra ancestral, allá en los 70 y 80 del siglo pasado, e hiriendo gravemente a un muchacho inocente, intenta esforzadamente provocar un debate sobre el tema que se quiere complejo y que intenta entender a todas las partes, pero el resultado es más bien confuso y embrollado, da vueltas constantemente sobre sí mismo permitiendo que las ideas sobrepasen a los personajes y estos se conviertan, finalmente, en meros receptáculos ideológicos antes que en figuras de carne y hueso. Tienen contradicciones y sufren una evolución, sí, pero estas solo parecen servir a los prpósitos de una narración que los necesita para plantear y replantear una y otra vez sus tesis.

    La película se muestra especialmente ambiciosa cuando, de manera inevitable, la cuestión del terrorismo, el debate sobre las víctimas inocentes, la diferencia entre entender y justificar esas acciones, se traslada en forma de metáfora a la actual situación política internacional, quizá al impacto en territorio francés de los atentados del ISIS. Guédiguian se cuida muy mucho de establecer una relación directa, sabedor de las diferencias entre ambos conflictos, pero de todos modos resulta significativo que el líder de los terroristas armenios, un tal Vrej, venga caracterizado como un fanático inflexible, mientras que Aram experimente una cierta evolución no tanto ideológica como táctica al respecto. No se produce un debate serio, no hay un enfrentamiento dialéctico entre los dos personajes, sino que ambos acaban siendo arquetipos que interesan más por su carácter intemporal y más allá de toda situación concreta que por su inscripción en el tema real de la película. En este sentido, no es extraño que la primera imagen de Una historia de locos sea un teatro al aire libre en el que se dirimen este tipo de cuestiones. Como muchas de las películas de Guédiguian, esta sigue un pretendido método diálectico a partir del cual debería ser el espectador quien extrajera sus propias conclusiones. Si esa es la causa de la apariencia hierática y desmayada de las imágenes, entonces puede decirse que Guédiguian ha conseguido su objetivo.

    A favor: un poco de épica nunca viene mal, por muy distanciada que sea.

    En contra: unas imágenes planas, que restan intensidad al conflicto.

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