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    Tres recuerdos de mi juventud
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Tres recuerdos de mi juventud

    Mirando hacia atrás sin red

    por Carlos Losilla

    En las últimas semanas han llegado a nuestras carteleras películas que tienen cosas en común. Peace to us in our dreams (Sharunas Bartas), Ahora sí, antes no (Hong Sang-soo), Cemetery of Splendour (Apichatpong Weerasethakul), La venganza de una mujer (Rita Azevedo Gomes) o Las mil y una noches (Miguel Gomes), esta última aún no estrenada a la hora de escribir estas líneas, son películas fragmentarias, o bien divididas en partes claramente definidas, nunca dependientes de aquello que en el cine clásico conocíamos como un "guión de hierro". Muy al contrario, ahí lo que importa es el puro cine, e incluso la palabra, cuando se usa apropiadamente, pasa a formar parte de ese movimiento incesante de las formas. Pues bien, Tres recuerdos de mi juventud llega ahora para unirse a esa tropa indisciplinada, libre de prejuicios. Su responsable máximo, el cineasta francés Arnaud Desplechin, viene cultivando desde hace tiempo un cine del verbo y del relato practicado siempre a gran velocidad, pero a la vez atento al matiz y al detalle, a medio camino entre la screwball comedy y la tragedia bergmaniana. Y su arte parece contradecir aquella máxima de que el cine de ahora corre hacia una época en la que el vacío y la ausencia, el adagio como tempo, están en el centro de la práctica fílmica.

    En efecto, Tres recuerdos de mi juventud es vertiginosa, pero también reflexiva y melancólica. Por un lado, relata más aventuras vitales de Paul Dedalus (Quentin Dolmare/Mathieu Amalric), el que ya fue protagonista del segundo largometraje de Desplechin, Comment je me suis disputé… (ma vie sexuelle) (1996), un poco en la tradición de François Truffaut y su personaje-fetiche, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud). Por otro, no solo exhibe una ambición puramente narrativa, sino que también pretende dar a ver la evolución de ese tipo desde su adolescencia hasta su madurez, pasando por su juventud, lo cual es como decir que Desplechin quiere hablar del aprendizaje vital, del hecho de crecer que también es envejecer, e igualmente del amor como herida permanente. Pues Dedalus (hay que recordar a Stephen Dedalus, el héroe de James Joyce en Retrato del artista adolescente y Ulises, dos novelas también de iniciación) empieza aquí contando su infancia en Roubaix (la ciudad natal de Desplechin y escenario de muchas de sus películas: ¿hasta qué punto es todo autobiográfico?), continúa explicando una peripecia rocambolesca vivida en la Unión Soviética a sus 16 años, sigue evocando las amistades juveniles, se centra luego en la aparición del amor en la figura de Esther (Lou Roy-Lecollinet), se extiende más tarde en su vocación de antropólogo y, en un breve epílogo que conecta con el prólogo, recoge al personaje en la actualidad, en el impasse vital y sentimental que lo acomete en mitad del camino de la vida, como diría el poeta.

    Pensarán ustedes, ante este panorama, que nos encontramos ante la típica película francesa de amores y desamores, de jovencitos románticos y nínfulas en flor, de las que el cine galo parece tender la exclusiva. Pues sí y no. No se puede negar que Tres recuerdos de mi juventud procede de una tradición, la Nouvelle Vague de los años 60, que no solo alumbró a Truffaut, sino también, por ejemplo, a Eric Rohmer y a Jean-Luc Godard, y que quería acercarse a la experiencia humana, a la vivencia de la juventud, desde una perspectiva directa, sin intermediarios. Pero también es cierto que los tiempos han cambiado, y que aquello que propone ahora Desplechin es bastante más sinuoso. Los cambios, las transiciones que nos llevan de un fragmento a otro (no se puede hablar propiamente de "episodios") resultan abruptos, no tanto en los cortes (siempre fluidos) como en el contraste entre los tonos con que se narran. Así, el fragmento soviético parece extraído de una película de espías, y Desplechin juega con ese referente sin ningún tipo de complejo, ni en un sentido ni en otro: tan pronto puede introducirnos en medio de una persecución como detener la trama para describir minuciosamente a los personajes. Por su lado, las vivencias en Roubaix están impregnadas de una coloración nostálgica que a veces llega al dolor, ese dolor juvenil que a su vez también procede del cine de Jean Eustache o de Philippe Garrel, otros referentes claros de Desplechin. Y el principio y el final mezclan indiscriminadamente el sentimiento agónico del envejecimiento, de llegar a un momento de la vida donde todo empieza a hacerse sombrío, con arrebatos gestuales y tonales (aquí Amalric está magnífico) que rompen con la línea del relato y constantemente nos llevan por caminos inesperados.

    Pues de lo que se trata, como en todo el cine de Desplechin hasta el momento, es de hablar de la familia y la palabra, esos dos atributos de la civilización que constituyen a la vez nuestra bendición y nuestra maldición. Nos entendemos con los seres que nos son más próximos a través del verbo, pero este también puede traicionarnos, a veces, por mucho que en otras nos salve (véase Jimmy P., la película anterior de Desplechin, sobre el psicoanálisis). Y el enjambre de sonidos que intercambiamos con ellos acaban desembocando también imperceptiblemente tanto en el gozo de la comunicación más libre como en el caos del grito y de la ininteligibilidad (véanse en este sentido Roi et reines y Un cuento de Navidad, sus películas más "familiares" y "corales"). En Tres recuerdos de mi juventud, esa estrategia llega a su cima, de modo que para mí estamos ante su película más torrencial y emotiva, lo cual es decir mucho en su caso: los años se mezclan, Dedalus puede ser tanto un jovencito inexperto como un cuarentón desengañado, Esther es a la vez la memoria del primer amor y la primera marca del desencanto y el declive. El tiempo y la vida, como el cine, no tienen reglas. Y amar es lo mismo que narrar: en ambos casos, acabamos precipitándonos en un abismo cuyo fondo puede suponer el final de todo, pero también permitirnos resurgir y volver a empezar.

    A favor: Se puede disfrutar de ella en tantos niveles que la experiencia de verla resulta de una plenitud que muy pocas veces nos es dado sentir.

    En contra: Los prejuicios que se puedan tener en dos sentidos: a) el cine francés; b) el cine que no acata las reglas convencionales, ni del relato ni de la vida.

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