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    La quietud
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    La quietud

    La gran familia (de la dictadura) argentina

    por Paula Arantzazu Ruiz

    Sufrimiento, traumas del pasado, lirismo y emociones desbordadas forman parte de las estrategias narrativas del melodrama, que a menudo ha sido malinterpretado como un género de efecto lacrimógeno. Es probable que las películas de corte romántico hayan tenido que ver mucho en esa idea algo despreciativa, pero también es cierto que no son pocos los folletines que, tras el velo de lo teatral, desvelan un secreto terrible y perturbador, corrosivo. Es el caso de La quietud, el nuevo trabajo del argentino Pablo Trapero, quien en su noveno largometraje deja de lado los dramas realistas para abrazar el melodrama telenovelesco, inverosímil y desenfrenado. La quietud, por tratar de situarla en una suerte de cartografía autoral, se encuentra en algún lugar entre Buñuel, Lynch y la teleserie Cristal. Suena disparatado, en efecto, pero la ambición cinematográfica de Trapero es estimulante y divertida, a la par que ofrece un nada frívolo ejercicio sobre las trágicas consecuencias de la violencia dictatorial en Argentina.

    Trapero, en este sentido, es muy consciente del material que moldea en La quietud y consigue vehicular con precisión su complejísima propuesta, a la que hay que acudir con ojos desacomplejados. Para empezar, la cinta toma la forma de relato cerrado que se abre (y concluye) con un travelling serpenteante que recorre el laberíntico entramado de una mansión campestre, donde viven los Montemayor, una familia de clase alta; pasillos que evocan los giros del destino que va a soportar esa familia, que ya en los primeros compases de la película se enfrenta al deceso del patriarca en una audiencia judicial mientras se le toma declaración. El plano de la realidad, no obstante, queda (casi) completamente anulado en el relato, porque Trapero propone una aproximación doméstica, entre exaltada e inquietante, a la relación que mantienen las tres mujeres de esa familia, Esmeralda, la madre (una imponente Graciela Borges) y las dos hermanas, Mia y Eugenia, Martina GusmanBérénice Bejo respectivamente. No cabe decir que la manera en que se relacionan es asimétrica y enfermiza: si el vínculo de las hermanas pasa por el lazo gemelar y hasta simbiótico, el de Esmerada con su prole se presenta como uno de matriarca manipuladora y despiadada.

    Hay en La quietud diálogos punzantes, de una comicidad envenenada, pero si en algo destaca el largometraje es en su potencialidad visual, como si Trapero hubiera apostado más que nunca en hacer suyos esos referentes estéticos que, como ha explicado en varias entrevistas, siempre ha admirado: el erotismo y los desdoblamientos del Buñuel de Ese oscuro objeto del deseo (1978) o del Lynch de Mulholland Drive (2001), o el coqueteo con lo fantástico (pesadillesco) de coetáneas como La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) o La cordillera (Santiago Mitre, 2017). A pesar del desconcierto inicial, la fábula de Trapero sobre la decadencia (y caída) de esta familia de la alta burguesía lanza al menos dos interrogantes nada baladíes. El primero tiene que ver con la cuestión de la familia (o lo que se considera una familia ‘normal’ en el discurso dominante), y el segundo con las maneras de la ficción a la hora de abordar las heridas aún no cicatrizadas de un país.

     

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