Críticas
5,0
Obra maestra
Mandy

La cumbre escarlata

por Gerard Casau

El heavy metal es un sonido, pero también puede ser una imagen. Quien esto escribe identifica el género tanto con un riff de guitarra de, por ejemplo, Tommy Iommi, como con algunas portadas de álbumes icónicas, como la del homónimo debut de Black Sabbath: una fotografía tomada por Keef, que muestra un bosque con un molino de agua al fondo, y los colores virados hacia tonos escarlata. En el centro de la composición, una figura femenina de larga cabellera y vestida con túnica negra parece mira fijamente al oyente-espectador a través de unos ojos completamente enterrados en tinieblas. Fascinante y terrorífica, la imagen puede hallar en el cine tantos antecedentes ilustres (¡Suspense!, Carnival of Souls) como herederas quizá inconscientes (Let’s Scare Jessica to Death). Aunque, seguramente, no hay experiencia comparable a la de sujetar la funda del disco con las manos y tratar de devolver la mirada a la figura misteriosa; entonces, es posible que caigamos en un efecto de arrebato, suspendidos en la contemplación de esta estampa de electricidad estática, hasta que nuestros ojos, fatigados, nos hagan creer una ilusión de movimiento, y sintamos cómo la hechicera se aproxima a nosotros. Esa indescriptible tensión entre quietud y movimiento es, precisamente, la que vertebra la experiencia de ver Mandy

En realidad, la película de Panos Cosmatos (recién coronado como mejor director de Sitges 2018) se activa a través del proceso contrario: el personaje que da título a la película, interpretado por una Andrea Riseborough con adecuadísima “cara de aparición”, cruza su camino con la furgoneta de hippies degenerados que lidera Jeremiah Sand (Linus Roache); la mirada de este último se detiene, literalmente, en la mujer, congelando la imagen en un espejismo de conexión. A partir de ese momento, se obsesiona con ella, y en su deseo de poseerla y de atraerla a su culto reclamará la ayuda de unos ángeles del infierno cuyo cerebro ha sido arrasado por las drogas alucinógenas, convirtiéndose en una especie de cenobitas motorizados que acuden a la llamada del dolor, y asaltará la casa de esta. En un primer momento, la película nos puede hacer creer que se va a establecer alguna clase de vínculo entre los personajes, creando un efecto óptico en el que los rostros androginos de Riseborough y Roache parecen (con)fundirse en uno solo, como si se tratara de una efigie pintada por un maestro flamenco e iluminada por los colores del rock ácido. Pero las cosas no toman el curso previsto por Sands, y la violencia con que finaliza la velada llevará al novio de Mandy, Red (Nicolas Cage), a buscar venganza.

Cosmatos ni siquiera se molesta a fingir que Red no logrará su objetivo: desde el primer momento, se hace evidente que nadie que se le ponga por delante tiene la más mínima oportunidad de de detenerlo; mucho menos de acabar con él. Lo que le interesa al cineasta es crear un contraste rítmico entre los dos bloques de una hora que conforman la película: el primero, copado por la oposición entre Mandy y Jeremiah Sands, avanza a través de la dilatación de las acciones y los movimientos, como si se trata de una canción de doom metal particularmente lenta. En cambio, cuando Red pasa a la acción tras un instante de dolor extremo en que se desmorona mientras bebe una botella de vodka, todo parece acelerarse bajo una tempestad de decibelios, y prácticamente cada nueva escena termina con uno o varios cadáveres en el suelo: el director se sirve aquí del expresionista método interpretativo y del arquetipo vengador cimentado por su filmografía previa, personificando en él una idea de fuerza de venganza destructora e imparable, sin necesidad de dar demasiadas explicaciones al espectador.

 La sensación de pasar de una parte del filme a la otra es similar a la que produce cambiar la cara de un vinilo, y resulta elocuente con respecto al deseo del cineasta por crear “una ópera rock en proceso de desintegración”, según las palabras con que Cosmatos describió el proyecto a Jóhann Jóhannsson cuando le propuso encargarse de la banda sonora. Este deseo contagió el sonido electrónico-culto del compositor islandés, despertando en él un deseo por explorar el límite del lenguaje rock que lo llevó a colaborar con Stephen O’Malley, guitarrista e ideólogo de la banda de drone metal Sunn O))), y que se acabó convirtiendo en su último trabajo, tras su inesperada y prematura muerte a principios de este año.

Mandy se basta y se sobra con ser esta fantasía de hiperbólica violencia rock llevada hasta sus últimas consecuencias, y contrapunteada por la melancolía que provoca la súbita ausencia del personaje titular (y por el humor marciano que desprenden paréntesis como el del anuncio televisivo de Cheddar Goblin, a cargo del prodigio de Adult Swim Casper Kelly, cuya intervención es como un solo de guitarra a cargo de un artista invitado). Pero, además, las imágenes de la película guardan una lectura secreta, para quien desee hallarla bajo el viraje (y viaje) cromático de la superficie. Y es que, en Mandy, la maldad se halla en el declive de la contracultura de los sesenta, que se las arregla para sobrevivir contra pronóstico hasta infectar el presente del relato (1983, año que, según confesión del cineasta, simboliza toda su infancia). Es algo que también sucedía en la anterior película de Panos Cosmatos, Beyond the Black Rainbow (2010), donde un científico que ha viajado a una realidad más allá de la nuestra, regresa al mundo convertido en un ente convencido de su superioridad por el hecho de haber vislumbrado las estructuras inenarrables que atan la realidad. En Mandy, esta idea se articula de manera aún más clara, colocando a un héroe blue collar, un obrero enfrentado a la tragedia por culpa de un teórico pope cultural que parece dibujado a imagen y semejanza de Charles Manson (incluyendo su frustrada vocación musical). Tanto en Beyond the Black Rainbow como en Mandy, la arrogancia de sus villanos es ridiculizada por Cosmatos, que no tiene reparos a la hora de desvelar su torpeza y debilidad, condenándolos a desenlaces que más bien son anticlimax lapidarios, donde la clase oprimida (o una simple piedra, en el caso de Beyond the Black Rainbow) derroca o ve derrumbarse a quienes creen ser portadores de un nuevo orden.