Críticas
4,0
Muy buena
El poder del perro

La insoportable levedad del macho rudo

por Alejandro G.Calvo

La realizadora Jane Campion (Nueva Zelanda, 1954) es una de las mujeres en activo más laureadas de la historia: Palma de Oro en Cannes por la magnífica El piano (1993), además de ganar el Oscar a Mejor Guión Adaptado por la misma cinta. Estos últimos años Campion andaba enredada en TV -¿y quién no?- con la interesante serie Top of The Lake (2013), por lo que llevaba sin entregarnos largometraje desde la muy reivindicable Bright Star (2009).

Cineasta fascinante, de formas tan sensuales como abruptas, a la que gusta atrapar la vibración de la pasión desbocada entre los márgenes de las imágenes, Campion regresa ahora con El poder del perro, adaptación homónima de la novela de Thomas Savage -no confundir con el libro del mismo título de Don Winslow-, con un western queer bastante inaudito, tanto por su condición de western contemporáneo como la inteligente y nada acomodaticia manera que tiene la película de construir una historia de amor que tiene mucho también de historia de terror.

Producida por Netflix -es uno de sus platos fuertes para los próximos Oscar junto a Fue la mano de Dios (2021) de Paolo Sorrentino- y presentada en el pasado Festival de Venecia a Competición Oficial, donde Campion se alzó con el León de Plata a Mejor Directora del certamen, El poder del perro es un relato fronterizo, ergo terreno western puro, de la misma forma que también lo fue en su día El piano, con la que el crítico Sergi Sánchez descubrió una interesante relación: si en El piano se contraponían los arquetipos de hombre educado - hombre salvaje descubriendo la sensibilidad en el salvaje y la crueldad en el culto, en El poder del perro ambas tipologías se estrellan en un solo personaje, el de Phil Burbank (impresionante Bennedict Cumberbatch).

La Historia

Los hermanos Burbank, Phil y George (Jesse Plemons) son los acaudalados dueños del rancho más importante de la región, mientras el primero es un centauro conductor de reses, líder e ídolo del puñado de cowboys que trabajan con él, George es más un pie tierno deseoso de que la civilización del Este llegue de una vez al Oeste.

Cuando George decide casarse con la viuda que regenta un hotel del pueblo (Kirsten Dunst) y hace que ésta se mude con él junto a su amanerado hijo (Kodi Smit-McPhee) al rancho, la estabilidad de los cuatro empezará a trastabillar de mala manera. El alcoholismo de la mujer, las continuas desapariciones de George y, en especial, la tóxica relación que se establece entre Phil y el joven, que varía sin concesiones del bullying a una amistad paternalista cargada de tensión sexual, convierten El poder del perro en una película casi tenebrista, abocada al drama y a la violencia, donde los fuertes se ven arrasados por los presuntamente débiles.

Más allá de la letra escrita, están las imágenes de Campion. Con un gusto superlativo, la cineasta encuadra interiores y exteriores otorgándoles una fisicidad que llega a asfixiar el relato, atrapando como tan bien sabe hacer la cineasta, un puñado de emociones al límite entre los cuatro opresivos lados de la pantalla.

Campion experimenta con las formas, tanto en el detalle del lomo de un caballo, como en el gran angular de las dunas de las rocas que envuelven el rancho. La fragilidad de los personajes se ve aplastada por la contundencia de las imágenes en las que se encuadra su triste historia. El amor en el oeste es cosa seria, sino imposible. Más si esta va por los caminos de Brokeback Mountain (2005), una de las cumbres del western-queer y de su propio director, Ang Lee.

Por ello a El poder del perro le pasa como a su protagonista principal: que no engañe su apariencia ruda y tosca, porque esconde dentro de sí misma un corazón latiente al borde del colapso. Y por eso es una de las películas más sugestivas, ambiguas y logradas de este año.