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    San Sebastián 2016: Éxito de ‘El hombre de las mil caras’ de Alberto Rodríguez

    Rodríguez resucita el caso Roldán en su excitante nuevo thriller a mayor gloria de Francisco Paesa (y Eduard Fernàndez). Además vimos ‘Verano en Brooklyn’ de Ira Sachs y el documental sobre cine francés de Bertrand Tavernier.

    No hace mucho les preguntaba a los becarios de la web -todos ellos nacidos entre el 94 y el 96- si sabían quién era Luis Roldán. Obviamente la respuesta fue, digamos, ambigua. La juventud española está tan acostumbrada a la corrupción política a gran escala que inunda, día sí día también, nuestra patética actualidad que cada nuevo escándalo de malversación de fondos, gestión de dinero negro o aparición de cuentas en paraísos fiscales parece ya algo común en nuestras vidas. Normal que nadie hable ya de Roldán, la estaca que acabó con el gobierno de Felipe González, ya muy tocado por el terrorismo de los GAL y el caso Filesa (entre otros). Para los que vivimos los hechos in situ, es imposible olvidarlo. En el año 1994 era raro que los telediarios no arrancarán con su ¿dónde está Luis Roldán? El verdadero quién sabe dónde de nuestras televisiones. Un escándalo político derivado por el tejemaneje mediático en todo un reality show donde cada nueva pista era un pitote de lo más hilarante.

    El cineasta Alberto Rodríguez, la punta de lanza de los thrillers en nuestro país, aborda en El hombre de las mil caras el caso Roldán desde la perspectiva más intensa y brillante; poniendo en primer lugar, en vez de al ex director de la Guardia Civil -que aquí es un secundario atormentado, incluso patético-, al espía (por llamarlo de alguna manera) Francisco Paesa -al que da vida un magnífico Eduard Fernàndez-, tomando como base el libro homónimo escrito por Manuel Cerdán. La historia de Paesa es algo increíble, un estafador funambulista que igual negociaba con ETA como con los GAL, engañaba al gobierno español o a la mafia Rusia, pasaba como embajador, director de banco suizo o agente de contrainteligencia… un misterio dentro de un misterio de un jeta que saltó a la fama por quedarse con los diez millones de euros que Roldán le confió. Para abordar dicha reptiliana figura, Rodríguez pone en escena un thriller de interiores, con la acción reducida a charlas en despachos, habitaciones y coches. Con la música de Julio de la Rosa como leit-motiv que marca el latido de la obra, El hombre de las mil caras tensa el hilo dramático sin necesidad de recurrir a aspavientos pirotécnicos: ni tiros, ni persecuciones, ni grandes giros argumentales. Sólo un retrato de un mundo dividido entre los privilegiados -aquellos que no atienden a la moral para enriquecerse sin ningún tipo de escrúpulo- y el resto de panolis que nos levantamos cada día para ir a trabajar a cambio de un subsidio llamado nómina laboral. Gracias a Rodríguez, Paesa es ya un icono de la cultura popular. Como el personaje de Leonardo di Caprio en Atrápame si puedes (2002) o el Orson Welles de Mr. Arkadin (1955), el Paesa cinematográfico rezuma en canto pese a lo sórdido de sus actos. Por todo eso y más, enhorabuena a Alberto Rodríguez y a sus actores. Nunca la política española había molado tanto como en su película.

    Al igual que Scorsese hiciera en Un viaje personal con Scorsese a través del cine americano (1955) y en Mi viaje a Italia (2001) o, aún mejor, la brutal serie de Mark Cousins The Story Of Film: An Odyssey  (2011), retratando desde una mirada personal la historia del cine global, americano o italiano (según la obra), el veterano realizador Bertrand Tavernier aborda en Las películas de mi vida (2016) su particular mirada oblicua sobre la historia del cine francés. Tavernier, autor de alguna de las mejores películas del cine francés moderno -pienso en Ley 627 (1992), La carnaza (1995) o Capitán Conan (1996)-, condensa a lo largo de más de tres horas -peligro: oxímoron- lo que, según me ha contado en entrevista, debería ser una serie de ocho capítulos con mucho más metraje. La cinefilia que corre por mis venas es incapaz de rendirse ante el cúmulo de obras maestras a las que Tavernier se refiere analizándolas desde una intimidad visceral, así de su repaso a directores que, en algunos casos, han quedado relegados a las bambalinas de la Historia (p.ej. Maurice Tourneur o Julien Duvivier). Está en las antípodas del ritmo poético de Cousins o de la visceralidad emocional de Scorsese, pero es un documento más que digno para reivindicar que la gente no debe dejar jamás de recuperar cine clásico. Da igual que seas neófito o lleves toda la vida en esto. Si de verdad te gusta el cine tienes el deber de no dejar de ver y pensar películas, sobre todo las que merecen la pena.

    Cerramos con Ira Sachs y su nueva película Verano en Brooklyn, presentada de forma oficial en el último Festival de Berlín. Esta cuenta la historia de la amistad entre dos chavales -estupendos Michael Barbieri y Theo Taplitz- cuyos padres andan enfrentados al ser unos los propietarios de la finca donde tiene su tienda los segundos. La especulación inmobiliaria en Brooklyn es la excusa para retratar la belleza de la amistad en la pre-adolescencia. Es ahí cuando Sachs saca lo mejor de sí mismo, retratando la intimidad existente entre ambos chavales, en esa época en que la inocencia está a punto de irse por el retrete de una vez y para siempre. El contraste entre el egoísmo de la vida adulta y la pulsión de la juventud -tiene un guiño aBuenos días (1955) de Yasujiro Ozu, al negarse los chicos a hablar con sus padres- es absolutamente devastadora: los adultos son una mierda, qué duda cabe.

    Día 1: San Sebastián 2016: La orgía de tiros de ‘Los siete magníficos’, lo mejor del primer día

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