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    San Sebastián 2016: Bertrand Bonello hace explotar el festival con su rabiosa ‘Nocturama’

    Mia Hansen-Løve deslumbra con su quinta película, 'El Porvenir', con una fantástica y casi homérica Isabelle Huppert. También alucinamos por completo con el cuento pseudofantástico e integrador 'The Giant (Jätten)'.

    En ocasiones ocurre que una película aparece en la Sección Oficial para acabar con ella sin pensárselo dos veces. No engañamos a nadie cuando siempre decimos que en la competición de San Sebastián hay mucha más paja que grano, mucho más Rampart (2011) que High-Rise (2015), su condición de clase A le hace tener que luchar mucho los títulos gordos contra festivales como Cannes o Venecia. En fin, todo el mundo sabrá de lo que hablo. Pero a veces lo consiguen, a veces tienen esa película que está por encima de todo y de todos y que compensa de sobra el haberse hartado a paja el resto de días del festival. Pienso en Misterios de Lisboa (2011), en The Deep Blue Sea (2011), en Hadewijch (2009), en Magical Girl (2014)… y este año parece ser el de Bertrand Bonello y su brutal Nocturama.

    Ahora toca avisar: en esta crónica hay spoilers, si quieres llegar virgen a la sala, salta al texto de Santi. El director de Casa de tolerancia (2011) arranca su nueva película con una serie de travellings, cámara en mano, siguiendo a jóvenes que se mueven a través del metro como recorriendo el laberinto del minotauro. Estaciones, trenes, relojes, fotos con los móviles. Se cruzan entre ellos sin hablarse, apenas algún roce, juegan al despiste con el semblante serio… parece Elephant (2003) pero sin adaptar el punto de vista game-play de Tomb Raider. Un flash-back a mitad de cruzada nos muestra a los jóvenes preparando el acto terrorista múltiple que quieren llevar a cabo. No es cuestión de religión ni de raza, es la puesta en escena del hartazgo frente al capitalismo y a la corrupción política. El lumpen adolescente, con ecos pasolinianos, toma las armas para decir basta y provocar la barbarie. Así la primera hora de la cinta es una danza alrededor de la muerte, con asesinatos a sangre fría y golpes de horror no exento de cierto misticismo -como esa estatua dorada que llora frente a lo que se le avecina-.

    A media cinta Bonello cambia de registro y encierra a los jóvenes en unos grandes almacenes a la espera de que amanezca y regresen a sus hogares. El tiempo se detiene. Los jóvenes enemigos del estado juegan a vestirse con ropa cara, a escuchar música a todo volumen, a comer y beber manjares que les son ajenos. De igual forma que los yakuzas de Takeshi Kitano se ponían a jugar en la playa en Sonatine (1993), los protagonistas de Nocturama quedan suspendidos en el vacío del juego infantil, vuelven a ser niños por unas horas, a la espera de que la violencia más brutal vuelva a tomar las riendas de la acción.

    A nadie se le escapa lo complejo de la propuesta de Bonello. En una época en que el terrorismo internacional no ha dejado de crear víctimas, especialmente en suelo francés, él crea una película que deposita una mirada romántica sobre los chavales que ponen bombas. Pregunta en voz alta y clara si nos hemos planteado qué es el terrorismo y la forma en la que se pretende acabar con él. Un terreno tremendamente espinoso del que Nocturama puede huir alegando que es sólo cine. ¿Pero es realmente sólo cine?

    Alejandro G. Calvo

    Mia Hansen-Løve embotella la mitología con El Porvenir

    Con sólo cinco películas en su haber, la francesa Mia Hansen-Løve ha demostrado que puede reclamar por derecho propio el trofeo de, si no la mejor, una de las mejores directoras jóvenes de su generación. Después de explorar el peso del pasado en el núcleo familiar (Tout est pardonné), la asunción del fracaso y el suicidio (Le père de mes enfants), los primeros amores (Un amour de jeunesse) y la juventud perdida (Eden), ahora se pone ontológica para descifrar lo que late en nuestro pecho cuando aseguramos que somos felices... o al menos cuando creemos serlo.

    En su ya clásico esquema de delirio, angustia y declive, Hansen-Løve nos presenta en El Porvenir -por el que ha ganado este año el Oso de Plata a la Mejor Directora en Berlín, aquí en Perlas- a la profesora de Filosofía de instituto Nathalie Chazeaux, una fantástica Isabelle Huppert. Divide su tiempo entre su marido y sus dos hijos, sus antiguos alumnos y su problemática madre. Cuando su esposo le anuncia que se marcha con otra mujer, Nathalie tendrá que tirar de su estoicismo y reinventar su vida por completo, de ahí el título del filme.

    Todo comienza durante una visita a Saint-Malo, donde descansan los restos del escritor François-René de Chateaubriand. Y no es casualidad, pues Chazeaux parece tener como mandamiento vital una de sus frases más célebres: "Mientras que el corazón tiene deseo, la imaginación conserva ilusiones".

    Me sigue sorprendiendo la habilidad de esta cineasta para exponer las sensibilidades más profundas, por transportarnos a la velocidad de la luz a los tuétanos y al corazón de sus personajes. Y casi arrullándonos. Acunándonos. La pasión de Nathalie es pura -o prácticamente- intelectual, de ahí que no sorprenda su desidia cuando su compañero la abandone y sí exprese su irritación cuando desaparecen algunos de los libros de sus estanterías. Porque si en Eden asistíamos al dolor que inflige el paso del tiempo, aquí damos un paso más al encontrar una mitología embotellada y profundamente naturalista: el alejamiento, la muerte, el determinismo, la búsqueda del sentido en la libertad. Muy pocas actrices son capaces de echarse a la espalda semejantes conceptos, pero Huppert lo hace sin renquear, sin pestañear, sin encorvarse en un solo momento. Y cuando la vemos llorar no es porque se haya rendido, sino porque se encuentra cada vez más cerca de sus deseos, esos que deben quedar descuidados o renovados si queremos que la felicidad perdure 'ad infinitum' al igual que la esperanza reposaba en el fondo de la Caja de Pandora.

    Llega la locura (y la petanca) con The Giant de Johannes Nyholm

    Nunca pensé que escribiría esto cuando supe por primera vez de qué trataba la sueco-danesa The Giant (Jätten) del realizador Johannes Nyholm (The Tale of Little Puppetboy, Dreams from the Woods), que compite en la Sección Oficial del certamen. Pero, al parecer, lo estoy haciendo. ¿Por qué? Porque, pese a su estrafalaria puesta en escena y su argumento, me ha conmovido por lo que es: un relato pseudofantástico e integrador de aquello que no admite la etiqueta de lo convencional o de lo mal llamado "normal".

    El debut de su director en pantalla grande gira en torno al joven Rikard (Christian Andrén), un autista con deformidades graves que busca reencontrarse con su madre, de la que fue separado hace tiempo, a través de la petanca y... ¡con la ayuda de un gigante de 60 metros! Y dentro de ese curioso y atípico escaparate entra todo lo que uno se imagine. Todo. Para empezar, ecos a El hombre elefante de David Lynch, lógico, pero también el idealismo de Pippi Långstrump (Pippi Calzaslargas) y de la Olive Hoover de Pequeña Miss Sunshine. Aquí el objetivo, eso sí, no pasa por ganar ningún concurso de belleza, sino por conquistar el campeonato nórdico de petanca.

    Rikard está a punto de cumplir los 30 años pero su físico frágil, su apariencia y su dificultad para hablar provocan que muchos se burlen de él, incluso llegando a lastimarlo. Nyholm ha dirigido varios musicales en su carrera, y eso se nota en el montaje final, así como su contacto con las galerías de arte -la experimentación, la cámara en mano, un cierto aire a falso documental ('mockumentary') o a una grabación casera. El protagonista parece un pistolero de 'western' cuando, bola dorada y grabada en mano, la lanza por los aires a ralentí para que choque y desplace el famoso boliche -el centro de todo su universo-, una tarea titánica equiparable a atrapar la Snitch Dorada de Harry Potter. Cacatúas que dan abrazos, acordeones, momentos lisérgicos, escenas de lo más 'New age' y, sobre todo, la tesis fundamental de que las personas con discapacidad no deben ser excluidas de la sociedad.

    Santiago Gimeno

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