Vaya por delante mi rendida admiración para un actor descomunal llamado Viggo Mortensen. Y aquí lo demuestra con creces una vez más, pues él es el auténtico protagonista de la cinta de Hillcoat, firmando una de esas interpretaciones que se graban a fuego en nuestra memoria. La película no está nada mal, resulta cruda, desasosegante, apocalíptica y en algunos momentos profundamente nihilista, si bien el final trata incomprensiblemente de dulcificar una situación desgarradora sacándose de la manga la milagrosa aparición de una familia que actúa de elemento renovador de la esperanza. Es una opción poco verosímil pero respetable. Lo que más me interesa poner de manifiesto es sin duda la importante lectura moral que ofrece una historia salida de la pluma del gran escritor que es Corman McCarthy, autor también de la poderosa y durísima “No es país para viejos”. Frente a una situación terminal, cuando todo lo que conoces y te daba seguridad se derrumba, el alimento escasea y los lazos sociales de diluyen, ¿cómo reaccionar? ¿Cómo afrontar una situación límite para la que nadie en realidad está preparado? Las tres opciones que vemos en la película son las siguientes: 1) convertirte en un predador y reducir tu esencia a pura animalidad, cayendo incluso en el canibalismo para conseguir alimento; 2) abandonar toda intención de lucha o supervivencia y decidir desaparecer físicamente, suicidarte; 3) tratar de mantener a toda costa tu esencia humana, aquello que dota de sentido tu existencia y que tiene que ver con una serie de valores mínimamente respetuosos con la vida de tus semejantes. Esta última opción es la que representa el padre que trata de que su hijo atice las brasas de su fuego interior, que no olvide la diferencia básica entre el bien y el mal, entre un cierto tipo de supervivencia sujeta a reglas éticas y otra convertida en un fin en sí misma, por encima de cualquier consideración relacionada con la conciencia moral. Lo interesante de lo que vemos es la manera que tiene de afrontar y llevar a cabo ese enseñanza, que nos remite a la comparación con otra película con la que conecta a través de esa educación moral dentro de un infierno circundante, “La vida es bella” de Roberto Benigni, con la que comparte no pocos puntos de semejanza. Sin embargo, la diferencia la marca el enfoque asumido por parte de ambos progenitores: mientras el padre interpretado por Benigni trata desesperadamente que su hijo contemple otra realidad completamente diferente dándole claves interpretativas engañosas, el personaje de Mortensen no tiene forma de ocultar el apocalipsis circundante, así que opta por ir dotándole del bagaje necesario para que el chico pueda sobrevivir cuando él desaparezca, cosa que es muy probable y finalmente acabará ocurriendo. No tratará de convencer a su vástago de que la villa es bella, de que en realidad todo el Mal es un juego del que se puede salir ileso, sino de que asuma su insobornable humanidad a través de la aceptación del mundo tal cual es, con sus luces y sus sombras, apelando al amor como el eje que puede y debe estructurar el significado de cualquier existencia que se precie. Tal vez por este motivo aquella tuvo un gran éxito de crítica y público regalando un mensaje más tranquilizador e idealista (el mal puede erradicarse definitivamente), y ésta ha resultado mucho más apreciada por los críticos que por los espectadores al ofrecernos una lectura más realista (el mal coexiste con el bien en diferentes tonalidades e intensidades, y esa misma coexistencia proporciona las herramientas para alcanzar una existencia verdaderamente digna de llamarse humana). Sea como fuere, La Carretera se resuelve en una experiencia subyugante que golpea en el estómago y te atrapa en su oscuridad y su algo forzada, casi milagrosa esperanza. Absolutamente recomendable.