28 años después llega con la difícil tarea de continuar una historia que marcó el cine de zombis moderno. Danny Boyle vuelve a ponerse tras la cámara y, aunque el resultado es potente en lo visual y en lo atmosférico, la conexión con las dos primeras entregas se diluye. No es que falte tensión o ideas nuevas, pero el tono cambia tanto que cuesta sentirlo como una continuación natural.
La película mezcla momentos de gran energía, secuencias de acción frenética y un enfoque más ambicioso en lo político y social, apuntando a temas como el aislacionismo y los conflictos culturales. Esto le da personalidad, aunque también provoca que la trama se sienta más dispersa y menos enfocada en el terror puro que caracterizó a sus predecesoras.
El reparto cumple con creces, con interpretaciones sólidas y personajes que, al menos en parte, logran involucrar emocionalmente. Sin embargo, la estructura parece pensada más como una apertura de nueva trilogía que como un cierre de lo anterior, lo que deja la sensación de estar viendo solo un primer acto.
Visualmente, Boyle sigue demostrando su habilidad para crear imágenes que se quedan grabadas: planos de gran impacto, uso inteligente de la luz y un ritmo que no da tregua. Pero esa misma energía, en ocasiones, se convierte en un arma de doble filo, restando cohesión y rompiendo la atmósfera que tanto funcionó en las dos primeras películas.
En definitiva, es un regreso ambicioso y con momentos memorables, pero también irregular. Aporta frescura y riesgo, aunque sacrifica parte de la esencia que hizo grande a la saga. El futuro de esta nueva etapa dependerá de si las próximas entregas consiguen equilibrar el pulso entre innovación y continuidad.